4. La paternidad sobre los hijos más necesitados de la Iglesia El descubrimiento de la Iglesia como su cosa Amada, hará que surja de él una disponibilidad mucho más radical en servirla. “¡Oh, qué dicha la mía! Te he ya encontrado. Te amo, tú lo sabes: mi vida es lo menos que puedo ofrecerte en correspondencia a tu amor. (...) Yo ya no soy cosa mía, sino propiedad tuya; porque te amo, dispón de mi vida, de mi salud y reposo y de cuanto soy y tengo” (MR 3, 2). El P. Francisco Palau a lo largo de su existencia sirvió a la Iglesia desde su ministerio sacerdotal: como intercesor, catequista, director espiritual, misionero apostólico.... Pero desde la experiencia de la Iglesia como persona mística, se sentirá llamado a ejercer el ministerio del exorcistado, que es otra de las dimensiones del ministerio sacerdotal. Ésta fue la misión más terrible de todas la que había realizado hasta entonces. Cristo que le había hecho participar de su gozo más íntimo, que es sentirse amado esponsalmente por la Iglesia, también le hará participar de un sufrimiento profundamente doloroso para El, la incomprensión de las autoridades religiosas judías precisamente por llevar a termino la buena nueva de curar a los enfermos y liberar a los que estaban oprimidos por el diablo. El P. Palau se sintió llamado a atender a estos marginados de la sociedad, algunos de ellos habían quedado afectados por haber participado en sesiones de espiritismo. Este párrafo es un testimonio elocuente del dolor y el amor paternal que siente por la situación de unas posesas. “Era (terrible), y aún lo es para mí, ver en poder de los demonios seis jóvenes dignas de mejor suerte. Poseídas muchos años ha, reclusas en nuestro convento (...) Apenas pueden ni mirarme ni hablarme, ni confesarse ni oír misa; privadas de todos los consuelos de nuestro ministerio, están reducidas a una situación la más espantosa que pueda concebirse. Expuestas a la muerte y sujetas a todos los tormentos de la posesión diabólica, imploran los auxilios de la religión, han acudido como hijas fieles a los brazos de la Iglesia su Madre. Son hijas de la Iglesia, y de condigno, como bautizadas, les debemos los socorros de la religión” (MR 11,22). Él sabía que la potestad de ejercer el ministerio del exorcistado era reservado a los obispos, él se someterá a sus decisiones, pero hará todo lo que esté en su mano para hacer descubrir la conveniencia y la necesidad de autorizar la practica del exorcistado, incluso como una función permanente. Con el permiso de su obispo recorrerá incluso al Papa y al Concilio Vaticano I. Eulogio Pacho escribirá: “Aunque en esto se pudiera equivocar (al atribuir la situación de las seis posesas o de otros al influjo diabólico) es de admirar su incondicional donación a una causa que repercutía en bien de la Iglesia a través de la atención a las personas más abandonadas de la sociedad” . El P. Palau se sentirá llamado a realizar este servicio ya que descubre el Cristo Total, los que sufren enfermedades, es la misma Iglesia la que los sufre: “En medio de los pueblos soy tu hija la Iglesia militantes sobre la tierra, y lloro con los que lloran y sufro con los que sufren; aquí tu palabra es el pan de mi vida, y cuanto haces a mis miembros enfermos y afligidos, porque en la pena y aflicción me das consuelo, por esto en el monte yo te volveré mil por uno” (MR 9,5). En el ejercicio de la caridad, él irá profundizando en sus relaciones con la Iglesia, e irá adentrándose en una comprensión cada vez más profunda de su misterio. En la atención a los posibles posesos y en el ejercicio del ministerio del exorcistado recibirá todo tipo de incomprensiones, incluso llegó a ser encarcelado, porque la clase médica le acusaba de usurpar sus funciones. Pero al beato Francisco Palau lo que más le hacía sufrir era ser infiel a su misión como padre de la Iglesia, y perder la presencia interior de su Amada a causa de sus pecados. Será en la oración donde él curará las heridas del ejercicio de su ministerio sacerdotal. Servirá a la Iglesia desde el amor paternal, pero se sentirá amado en la oración desde el amor esponsal de la Iglesia. En ocasiones se siente deshecho, destrozado, pecador y prefiere morir antes que seguir viviendo. “-¡Oh amor, qué eres cruel! Me matas y me dejas vivo para amar, me hieres y no me acabas ¡infeliz de mí! Porque te amo, busco en los servicios ocasión de complacerte. Tú sabes que te amo. ¿Cómo es posible dejarte de amar conociéndote? Tú te has revelado a mí me descubres a mi vista tu amor; y mi corazón, arrastrado por esa pasión indomable, desea servirte y agradarte” (MR 9,7). Se sentirá interpelado por la Iglesia: “-Pues si me amas, ¿por qué me quieres dejar? Si me amas tendrás, penas a medida del amor; reconóceme por tu compañera de penas. ¿Quieres un remedio eficaz para todos tus males?. –Dámelo. – Pues bien, es éste: al anochecer y amanecer no dejes de subir a este monte para la oración, y en ella todo lo hallarás. (...) Oraras con fervor y en debida forma mañana y tarde sobre la cima de este monte, y en la oración me tendrás a mí, y yo soy para ti todas las cosas; todo lo tendrás teniéndome a mí” (MR 9,7). No sólo deberá orar para rehacer su vida ministerial sino que deberá interceder por la Iglesia en el bien de todos sus miembros. “El que me ama a mí es mi padre y mi madre, porque me tiene en las entrañas de amor como una madre en su seno a su hija; el que me ama, ora por mí, por mi Cabeza y por todas las partes de mi cuerpo; el que me ama, éste es mi padre, mi madre, mi esposo y mi hermano (Mt 12,50). Así como tienes necesidad tú que otros oren por ti, así los demás tienen necesidad, desde el Papa hasta el último de los fieles, que oren por ellos” (MR 8,12). Su entrega paternal a favor de la Iglesia no tendrá descanso hasta el fin de sus días. Cuando tiene conocimiento que unas hermanas Terciarias Carmelitas por él fundadas que atienden a los apestados del pueblo de Calasanz viven en una situación desesperada, fue allí ayudarlas. Allí se entregará de lleno a la labor de atender humana y espiritualmente a los apestados, teniendo que hacer incluso de sepulturero ya que todos las autoridades del pueblo habían muerto y había verdadero pánico en la población y nadie se atrevía ni a enterrar a los muertos. Cuando la situación se alivió, aunque se sintiera enfermo, se dirigió a Tarragona para conseguir la aprobación de las Constituciones para que diera estabilidad a su obra fundacional. Allí en Tarragona rodeado de sus hijos e hijas espirituales, el 20 de marzo de 1872, murió con la paz en el alma pero en noche cerrada: “No me he apartado nunca en lo más mínimo (de la Iglesia). En mis opiniones he sujetado siempre mi juicio sin tener más interés que la gloria de Dios” . Nos dicen los testigos presenciales: “Y apartó sus ojos de este mundo terrestre para fijarlos en el celestial”. El hijo de Teresa de Jesús moría como su fundadora, como sospechoso pero fiel a la Iglesia. Tal vez ya la veía cuando pronunció las palabras: “Ya es hora Teresa” . 5. María medianera del enlace nupcial entre el sacerdote y la Iglesia Aunque se entregó con todo su ser al servicio de su Hija, estas relaciones de paternidad "tampoco satisfacen ni llenan el vacío del corazón" (MR 22,23). Dios que nunca se deja vencer en generosidad, ante la fidelidad, lealtad y entrega del beato Francisco Palau en el servicio evangelizador de la Iglesia desde un profundo amor paternal le hará entrar en unas nuevas relaciones con la Iglesia que como él dirá iban dirigidas a “llenar directamente el corazón” (MR 22,44), estas son las relaciones esponsales, que son el culmen de su búsqueda. María, la madre de Jesús, ejercerá la función de medianera para que se realice esta nueva relación con la Iglesia, que llenará los deseos más íntimos de su corazón. El P. Palau al ingresar en el Carmelo Descalzo pudo ponerse en contacto con la obra mística de san Juan de la Cruz, en la que por el bautismo el alma se desposa con Cristo, que es el infinitamente bello. Él mismo en distintas ocasiones hace mención que el alma es esposa de Jesús por el bautismo: “Como esposa de Jesús que es V. Desde el bautismo y especialmente desde que se ha consagrado V. Totalmente a Dios, debe revestirse de celo por el honor de su Esposo” (LAD Into. 12). Pero el beato Francisco Palau intuía que lo único que podría apagar el deseo de su corazón era sentirse amado por una belleza espiritual femenina. Durante tiempo buscó en la Virgen María este amor: “Había muchos años que hacía esfuerzos de espíritu excitando mi amor para con María la Madre de Dios, y mi devoción para con ella no me satisfacía. Mi corazón buscaba su cosa amada, buscaba yo mi Esposa; -y en María sólo veía actos que merecían gratitud, amor filial, pero no encontraba el amor en ella su objeto” (MR 1,5). Para el P. Palau debía ser profundamente doloroso el alejamiento interior durante años de la Virgen María, y le era tanto más incomprensible cuanto él más se esforzaba en promover que la madre de Dios fuera amada, honrada e imitada tanto por los obreros de Barcelona en la Escuela de la Virtud presidida por una imagen de la Virgen de las Virtudes, como entre los habitantes de Ibiza donde la Virgen Maria bajo la advocación del Carmen era llevada triunfalmente de pueblo en pueblo. Mientras estaba de misión en Ibiza oye en su interior una palabra de María: “Hasta ahora no me has conocido, porque yo no me he revelado a ti; en adelante me conocerás y me amarás” (MR 1,5). María le hará comprender el motivo por el que ella se alejaba cuando él la invocaba; “Yo, considerada como una mujer particular, mirada como individuo, no soy el último y el perfecto término y objeto de tu amor, no soy tu cosa amada. Y para que no te extraviaras, yo hace años me retiré de ti; tú me buscabas, tú me llamabas y no respondía, porque me mirabas como una virgen singular, como un individuo, y bajo este aspecto no convenía me miraras” (MR 1,12). La Iglesia es una persona mística, pero está formada por muchos miembros unidos a Cristo, que es su cabeza. El P. Palau buscaba un símbolo o una imagen capaz de representar a la Iglesia para poderse relacionar espiritualmente con ella. En un principio recurría a las mujeres bíblicas: Raquel, Sara, Judit, Rebeca, Ester, Débora, pero ellas no eran un reflejo fiel de la belleza y de las cualidades que él contemplaba en la Iglesia, ya que la representaban muy imperfectamente. Se le revela que la única que puede representar con fidelidad a la Iglesia es la madre de Jesús: “María Virgen es el único tipo, la única figura que en el cielo representa con más perfección la Iglesia santa” (MR 1,36). Dirá también: “Una mujer, la más perfecta que Dios ha criado, ni es más que una figura, una sombra, una imagen y un bosquejo muy tosco de la Iglesia de Dios. Sólo esta purísima Virgen reúne en sí con toda plenitud y perfección aquella inexplicable belleza y amabilidad que busca nuestro corazón” (MR 11,19). También comprende que la Iglesia tiene en ella toda la belleza de María, de Cristo que es su cabeza y de todos los santos, por ello la belleza de la Iglesia considerada como cuerpo místico, es mucho más grande que la belleza de María. “En mí verás una mujer toda pura siempre virgen, verás en mí una virgen, obra perfecta y acabada de la mano del Omnipotente. Y esa misma luz, elevándote más arriba, te descubrirá, en mí y por mí, otra virgen sin ninguna comparación más bella que yo, que es la congregación de los santos bajo Cristo, su cabeza, esto es, la Iglesia santa. De ella yo no soy más que una sombra, una figura, que si bien es la más perfecta de las puras criaturas, pero en relación y frente la cosa figurada, hay la diferencia inmensa de la sombra a la realidad. Tal soy yo en relación con la Iglesia, de la que soy miembro, parte y tipo. Te basta por ahora mi sombra; en ella me verás siempre a mí, y en mí verás, como la imagen en el espejo, la Iglesia santa que es tu Esposa” (MR 1,26). “Yo soy el tipo único, perfecto y acabado de la Iglesia (...)Yo no soy el término último del amor del hombre, sino que soy la figura de la Iglesia, virgen pura y madre fecunda” (MR 8,15) 6. La Iglesia como esposa del sacerdote Francisco Palau había pedido reiteradamente la intercesión de Maria, para que Dios le hiciera conocer su voluntad, y al cabo de poco el Padre le manifestó en Ciutadella que le hacía participar de su paternidad. Años más tarde, cuando se iniciará una relación esponsal con la Iglesia, Maria también estará presente con su poderosa intercesión. Cuando es introducido a relacionarse con la Iglesia desde un amor esponsal el P. Palau se siente revestido místicamente con los ornamentos sacerdotales. “María, dirigiéndose al Anciano, le dijo: Padre eterno, este sacerdote que veis sobre el altar ama a tu Hija, la Iglesia santa, y te la pide por Esposa suya . -<>: Mi Hija es su Hija, y mi Hija y su Hija, es Esposa suya. -<>: Hijo mío, el sacerdote que ves presente sobre el altar ama a tu Esposa; el Padre se la da por Hija, y tú dásela por Esposa. -<>: El Padre y yo hemos ordenado que tenga la Iglesia en la tierra padre que la ame como Hija, y amante que se una con ella como Esposa. Y puesto que el sacerdote por quien tú abogas la ama, yo se la doy de nuevo por Esposa, como mi Padre se la ha dado por Hija”(MR1, 30). El beato Francisco Palau hace entonces donación de sí a la Iglesia: “Recibe, oh Iglesia santa, acepta, oh Virgen bella, esta prenda de mi amor para contigo: sea la señal de la entrega de mí a ti en sacrificio sobre este altar. Y tú, altar, seas testigo que yo ya no soy mío, que ya no me pertenezco a mí mismo, que soy herencia y propiedad de mi Amada" (MR 1,30). Y de ahora en adelante María será para él la imagen de la Iglesia, con la que se podrá relacionar: “Yo represento aquí tu Esposa, la Iglesia santa, y en nombre suyo yo acepto la ofrenda y el sacrificio: perteneces ya a tu Esposa, eres todo suyo. Durante el tiempo que vivas sobre la tierra, ámala, sírvela de padre y de esposo; ella, sabrá corresponder a tu amor” (MR 1,30). Fruto de esta experiencia espiritual dirá de la Madre de Jesús: "María no sólo es el tipo y la figura más perfecta posible de la Iglesia para el que se enlaza con ésta, sino que es constituida medianera la más poderosa para este enlace sagrado entre la Iglesia y su amante. Por cuyos títulos debe invocarse y servirse de ella en nuestras relaciones con la Amada” (MR 11,20) En su encuentro con la Iglesia como esposa, se realiza en él los síntomas de un verdadero enamoramiento, la contemplación de la Iglesia le ha robado todos los afectos de su corazón, hasta el punto de “ser esclavo de mi belleza, que por mí y para mí sacrificas tu ser, tu existencia, tu vida, cuanto eres y cuanto tienes“ (MR 20,10). Pero a él le llena de gozo poder relacionarse con “la más casta, la más pura y la más santa de las vírgenes” (MR 4,24) “Tu eres mi herencia, mi patrimonio y las delicias de mi corazón” (MR 5,6). Sus palabras recuerdan al salmista: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 15, 5-6). La Iglesia es la belleza infinita que él durante tantos años había buscado ansiosamente, “Eres tú, ¡oh Iglesia santa, mi cosa amada! ¡Eres tú el objeto único de mis amores. (...) La pasión del amor que me devora hallará en ti su pábulo, porque eres tan bella como Dios, eres infinitamente amable” (MR 3, 2). El P. Palau queda cautivado por la belleza de la Iglesia, que se le hace presente como una “mujer infinitamente amable, bella, afable, siempre joven, sin arruga ni defecto, perfectamente formada, grave, reservada, casta, virgen, madre fecunda, nunca enferma, siempre sana y con buena salud, robusta, de una inteligencia infinita, bella como Dios, fuerte, invencible, amante, inmutable, constante, sin debilidad, rica, señor del mundo, reina de todo lo creado” . En las descripciones que el beato Francisco Palau hace de la Iglesia, como santa Teresa las hacía de la belleza de Cristo, se singulariza la Iglesia de Roma que sobrepuja a todas en belleza. “Entré en el Vaticano, y desde las puertas vi sentada sobre el trono del sumo pontificado a la Mujer del Cordero (Ap 19, 7-9; 21,9). Su belleza era inmensa e indescriptible. (...) Yo temía acercarme a ella. Y uno de los príncipes que la rodeaban se acercó a mí y me dijo: <>. Al acercarme vi su belleza; y era tanta, que todas las bellezas creadas no son más que una sombra oscura tras la que brilla su hermosura como imagen del mismo Dios. Siempre joven, siempre virgen, toda perfecta, sin tacha ni arruga, infinitamente amable” (MR 19,6). El P. Palau observará la transformación que ha obrado en él el encuentro con su Amada: “Cinco años ha que mi vista no se aleja de ti. Desde que te vi, mi corazón quedó herido de muerte, y ya no me es posible amar otra cosa que a ti” (MR 8,33). La presencia interior de la Iglesia lo deja herido de amor: “Yo te veo siempre de nuevo, y cuanto más te miro más bella te hallo, más te amo, más hermosa y amable te siento, y eres para mí tan nueva, que cada día me parece es la primera vez que te veo, amo y poseo” (MR 9,35). Pero no hay gozo sin alegría, y surgió en él el dolor de su indignidad respecto a la Iglesia, y el miedo que por causa de sus pecados pudiera desaparecer la presencia de su Amada, la Iglesia, esto lo temía más que la cárcel o todo tipo de persecuciones, de que también fue objeto. Para comprender mejor sus relaciones esponsales con la Iglesia reflexionará sobre las diversas formas de relación. “<>: Nuestras relaciones están fundadas en el amor mutuo de los dos, y el primer grado / es la amistad. Pero una simple amistad está muy lejos de satisfacer los apetitos del corazón; debe, por consiguiente, haber más que amistad simple. <>: Hay entre los amantes relaciones de maternidad, y éstas son ya más fuertes. Tú, Amada mía, eres mi madre, y hay entre los dos, relaciones de hijo a madre. (...) En el curso de mi vida, tú, oh Iglesia santa, me has amamantado de la leche de tu doctrina, y con tu Espíritu vivificador me has sostenido como buena madre en el seno de tu amor. (...) Yo no te conocía, oh madre tierna, y tú, para dar calor a mis resoluciones santas, me apretabas a tus pechos y fomentabas mi piedad y devoción y el amor a cosas santas y eclesiásticas. Pero estas relaciones tampoco satisfacen ni llenan el vacío del corazón: relaciones de madre. <>: Yo soy tu esposo y tú eres mi Esposa. Estas son las relaciones que van directamente a llenar el corazón, porque unen en esta vida con la perfección que permite la condición de mortal a los dos amantes. La simple amistad puede hallarse sin constituir familia, la maternidad constituye familia y hay comunidad de bienes, pero los desposorios constituyen familia, hacen comunidad de bienes y personas. Los desposorios son la entrega mutua de los amantes uno a otro; y el amor es el que une los amantes, haciendo esclavo uno de otro” (MR 22,22-24). Dios va enriqueciendo progresivamente esta relación esponsal, que toma características trinitarias: “La eterna Paternidad en Dios, mirándose a sí mismo en los dos, esposo y Esposa, viendo en ellos su propia belleza, los enriquece a los dos cuanto compete a cada uno: al esposo le da en dote fe, esperanza y caridad; y la Esposa, en correspondencia a la fe del viador, le comunica la visión, y, en razón de la esperanza y de la caridad, la posesión y fruición de todos los goces celestes; y así, ricos, cuanto corresponde a tales amantes, los presenta semejantes a sí en el día de las bodas” (MR 22,33). El beato Francisco Palau podía encontrar la presencia de su Amada donde fuera, la podía encontrar en la soledad o en medio de la ciudad, porque allí donde haya un fiel allí está ella. En sus largas meditaciones sobre su vinculación con la Iglesia, descubre la profunda unidad existente entre la vida contemplativa y la vida activa, entre la vida terrena y la celestial: “En la soledad seré tu compañera, y en medio de los pueblos yo no te dejaré; en vida estaré contigo, y tras las sombras de la vida presente me verás y estaré contigo a cara descubierta en gloria” (MR 8,13). Pero su deseo más profundo era vivir en la tierra una unión cada vez más profunda con su Amada; ésta tiene lugar en la Eucaristía, “Sólo puede satisfacer los deseos del corazón la unión de amor de esposo fiel, consumada en tu altar con la participación del augustísimo Sacramento” (MR 22,26). En la Eucaristía aunque de una manera misteriosa pero real se realiza la unión de todos los miembros entre sí y con su cabeza: “En el augustísimo Sacramento del altar, allí todos -los días representada en su Cabeza invisible, Jesús mi Hijo allí ella se unirá contigo de nuevo. Dándote su Cabeza sacramentalmente, se te da toda ella por amor mística y moralmente; y uniéndote allí sacramentalmente con la Cabeza, te unirás moralmente con todo su cuerpo. Allí, comiendo la carne de Cristo su Cabeza, te harás con ella carne de sus carnes, hueso de sus huesos; allí te unirás con ella, y ella contigo en matrimonio espiritual, y te gozarás de ella y ella contigo con aquel gozo espiritual que el mundo y la carne no conocen. Tu amada Esposa, tu Hija, está y estará en el templo de Dios vivo día y noche, su Cabeza -Cristo Sacramentado- reclinada, sobre el altar. Cuida de ella -la militante- enjuga sus lágrimas, consuélala en sus aflicciones, alivia sus pesares; lo que harás por ella en la tierra, ella te lo volverá y hará por ti en el cielo” (MR 1, 31). Pero no siempre vivirá en la certeza de estas relaciones con su Amada, y ante las dudas hará actos de fe, y decidirá poner por escrito estas vivencias eclesiales para que le confortaran en momentos de oscuridad. Éste será el libro de Mis relaciones con la Iglesia de Dios. 7. Proclamar y defender la belleza de la Iglesia Un fruto del amor esponsal con la Iglesia será sentirse llamado a revelar a todos la belleza de la Iglesia para que todos la amen. En una sociedad donde se luchaba denonadamente con todos los resortes posibles para hacer desaparecer a la Iglesia al menos del ámbito público y reducirla al ámbito privado, el P. Palau se sentirá llamado a mostrar al hombre viador su inmensa belleza. “Es llegada la hora en que yo quiero con mucha más claridad revelarme a los hombres. He venido a ti para que descubras mi figura. (...) Yo te he escogido a ti para revelarme al mundo” (MR 4,28; 6,2). Y lo hará por medio de la reflexión teológica y de dibujos e imágenes, que constituirá el álbum de La Iglesia de Dios figurada por el Espíritu Santo, de la que sólo describiría la Iglesia triunfante, donde le hombre por la misericordia de Dios deberá vivir eternamente. No sólo proclamará la belleza de la Iglesia en sus escritos, en sus predicaciones, sino que a la vez luchará denodadamente para que esta belleza de la Iglesia no sea manchada por sus miembros. Ya que para él fue profundamente doloroso y penoso alcanzar de Dios misericordia a favor de la Iglesia en España, ya que se consideraba que su situación era a causa de los pecados de su hijos. Por una parte trabajará denodadamente en la evangelización, siendo un excelente colaborador de los obispos, como fue la fundación de la Escuela de la Virtud, que llevaba a término una excelente catequesis de adultos, para secundar los planes evangelizadores del obispo de Barcelona Costa y Borrás. En el panegírico a la muerte de este prelado será mencionada como la obra más importante de su pontificado. Por otra luchará denodadamente contra las decisiones de los obispos que no se conforman con el Derecho Canónico. Realmente el P. Palau no fue ciertamente profeta entre algunos prelados de su diócesis . En una ocasión protestó con firmeza porque un obispo siguiendo las instrucciones gubernamentales le disolvió una pequeña comunidad de hermanas que él había fundado. Este obispo consideró que le había escrito de forma insolente. Cuando supo este obispo, que ya residía en otra diócesis, que el P. Palau se le había pedido que predicara el mes de mayo en Lleida, escribió al obispo de Lleida para que no admitiera que el P. Palau predicara en su diócesis. Éste por respeto a su cohermano en el episcopado, y sin juzgar la causa con independencia de juicio, quitó las licencias ministeriales al P. Palau para actuar en la diócesis de Lleida. Ni aunque fuera en ayuda de su pueblo natal en la que se había declarado una epidemia de tifus. Intervino también una sobrina suya que hizo valer todas sus influencias para que su tío el P. Palau fuera desterrado de Barcelona y de Lleida, para que este no pudiera salvar sus intereses. Si no lo consiguió con el obispo de Barcelona, que contestó a la demanda de su sobrina “Tienes tu padre y tu madre con tu tío, el P. Palau; marcha allá arréglate con ellos. En asuntos de interés puramente material de familia, yo no soy ni quiero ser vuestro juez”. En cambio consiguió que el obispo de Lleida lo desterrara de su diócesis natal. Urgido el P. Palau por necesidades familiares ir a Aitona a su pueblo natal, lo hará no por la vía de la desobediencia sino con base legal. Pero le pide que el obispo revoque amistosamente la censura sino llevará la censura por las vías jurídico-administrativas. En una carta le dirá a este obispo: “Un poder absoluto, libre, independiente de las formalidades que consigna las leyes para juzgar, condenar y sentenciara los súbditos de la Iglesia no puede sostenerse. (...) Lanzar censuras eclesiásticas sin seguir en ellas los trámites fijados por las leyes, este hecho es una predicación muy elocuente que se hace sentir con fuerza en el corazón de los pueblos donde se verifica y dice: 1. Que el derecho canónico y sus leyes ya ha caído en desuso. 2. Que ha sido sustituido por el juicio infalible del obispo y por su voluntad, como ley suprema a la que debemos rendirnos sin queja ni apelación. 3. Los hombres de talento y de ciencia, persuadidos que ha sido, es y será siempre una abominación condenar al indefenso, unos pierden la fe y la confianza en la Iglesia de Dios, atribuyendo falsamente a todo el cuerpo de los obispos lo que es falta del individuo; y otros, más firmes para creer que ella es columna de verdad y modelo de justicia ante todas las naciones, tienen necesidad de estudios profundos para no perderse, y los débiles y falsos pierden la fe por carecer de ellos”(Cta. 128, 6.9). Se mantuvo firme en que el obispo rectificara de sus decisiones arbitrarias, por ello le dirá “ S.S.I. cree haber procedido recta y justamente condenando a penas durísimas a un indefenso, no sólo pido la revocación de la censura, reparación del honor y protesto contra los principios y doctrinas en que se funde la tal jurisdicción, sino que, como eclesiástico, apelo al tribunal de la fe, en Tarragona al metropolitano, en Madrid al supremo de justicia, y en Roma al de Propaganda Fide, como misionero apostólico perteneciente a esta Congregación” (Cta. 128, 7). Sólo llegó a recurrir al tribunal metropolitano de Tarragona, pero al final consiguió que el obispo de Lleida le retirara la censura, el único obispo que le había “suspendido a los 57 años de edad”. Con su firmeza en la defensa del Derecho Canónico no sólo velaba por la belleza de la Iglesia, y los derechos de los fieles, sino que velaba por el bien del obispo de Lleida, ya que éste debería dar cuenta a Dios de haber condenado a un inocente, de esta forma colaboró a la salvación y santificación de este prelado, que al cabo de poco tiempo murió mientras estaban ambos en Roma. Esta firmeza en defensa del respeto al Derecho canónico por parte de los obispos no perjudicaba su vida espiritual, sino que esta iba avanzando en el conocimiento de su Amada la Iglesia. El Padre Palau lleno de espíritu profético, como otro Elías, se sentía llamado a denunciar toda injusticia tanto de las autoridades eclesiásticas como civiles. Siempre fue declarado inocente en todos los juicios en que se vio envuelto con las autoridades civiles, aunque llegara la sentencia de su inocencia después de su muerte. 8. El sacerdocio en el P. Palau La vocación religiosa del P. Palau aparece definida desde sus inicios y a través de toda sus vida. En cambio la vertiente sacerdotal tendrá una evolución progresiva, paralelalmente al pensamiento y visión que se le irá desvelando sobre el misterio de la Iglesia. Parece ser que sus superiores habían decidido que fray Francisco Palau fuera ordenado sacerdote. Pero al ser incendiado su convento cuando era diácono, y a raíz de su forzada exclaustración tuvo que replantearse su vocación y el camino a seguir. También se puso en contacto con sus superiores acerca de lo que debía hacer, estos le indicaron que debía ordenarse. Sólo aceptó solicitar la ordenación sacerdotal después de estar convencido de que el sacerdocio no lo apartaría de la vocación carmelita a la que se sentía llamado y por ella dejó el seminario de Lleida. De ello da testimonio en Vida Solitaria: “Cuando mis superiores me anunciaron que debía ordenarme, jamás me parece aceptara el sacerdote si me hubieran asegurado que en caso de verme obligado a salir del convento debería vivir como sacerdote secular, pues a mi parecer nunca sentí esta vocación, y si consentí en ser sacerdote fue bajo la firme persuasión de que esta dignidad en modo alguno no me alejaría de mi profesión religiosa”(VS 11). Pero, ante su sorpresa, la ordenación sacerdotal lo transformó interiormente. Del momento de su ordenación el P. Francisco Palau dirá: “Habiéndome la Iglesia por ministerio de uno de sus pastores impuesto las manos sobre mi cabeza, el espíritu del Señor, que vivifica ese cuerpo moral, me mudó en otro hombre, a saber en uno de sus ministros, en uno de sus representantes sobre el altar, en sacerdote del Altísimo”(VS18). Cuando místicamente se sienta llamado a participar de la paternidad de Dios sobre la Iglesia, lo será por su condición no de bautizado, sino de sacerdote de Cristo: “Tu eres sacerdote del Altísimo (...) Esa es mi Hija muy amada. En ella tengo mis complacencias: dala mi bendición” (MR 2,2). Lo mismo sucede cuando se le concede el don relacionarse con la Iglesia con amor esponsal por intercesión de Maria: “Hijo mío, el sacerdote que ves presente sobre el altar ama a tu Esposa; el Padre se la da por Hija, y tú dásela por Esposa. -El Hijo: El Padre y yo hemos ordenado que tenga la Iglesia en la tierra padre que la ame como Hija, y amante que se una con ella como Esposa. Y puesto que el sacerdote por quien tú abogas la ama, yo se la doy de nuevo por Esposa, como mi Padre se la ha dado por Hija” (MR 1, 30). En ambas experiencias se siente revestido místicamente de los ornamentos sacerdotales. Para comprender mejor esta experiencia esponsal con la Iglesia de la que da testimonio el beato Francisco Palau se puede entender desde esta perspectiva: Cristo no se reserva nada para sí: nos permite dirigirnos a su Padre como Abba, a acoger a María como madre nuestra, a tener su mismo Espíritu, a comer su sangre y su cuerpo en la Eucaristía, a acoger su Palabra de salvación. Pero al sacerdote que es otro Cristo, el Señor le hace partícipe del amor esponsal que constantemente recibe de la Iglesia tanto celestial como terrena, vivido conscientemente por las mujeres consagradas. Este amor sólo lo posee Cristo, el esposo de las vírgenes, y glosando las palabras del Cantar de los Cantares: “Eres jardín cerrado, hermana y novia mía; eres jardín cerrado, fuente sellada. Yo vengo a mi jardín, hermana y novia mía; a recoger el bálsamo y la mirra, a comer de mi miel y mi panal, a beber de mi leche y de mi vino” (Cant 5,1). Y Cristo le dice a los sacerdotes, que son otro Cristo con él, “Comed, amigos, bebed, embriagaos de amor” (Cant 5,1). El beato Francisco Palau es testimonio privilegiado de los bienes espirituales que Dios concede a los que viven con radicalidad el celibato sacerdotal. Como Inés, Clara de Asís, Catalina de Siena, Teresa de Jesús, Teresa del Niño Jesús, Isabel de la Trinidad, Teresa de los Andes... son testimonios privilegiados de la belleza del amor esponsal a Cristo por un don del Espíritu Santo. Todos ellos son testimonio de que son ciertas las palabras de Cristo, “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mi como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7,37), incluso en el amor esponsal, paternal y maternal que todo hombre y mujer se sienten íntimamente llamados vivir. Dios no se deja vencer en generosidad, y si un hombre o una mujer consagra a Cristo su capacidad de amar esponsalmente, Dios se lo recompensa mil por uno. Como dice el P. Avelino Fernández s.j. “Dios da el ciento por uno en casa, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos, pero en la castidad Dios da mil por uno”. Quizás en esta vida terrena sólo algunas mujeres consagradas, por un don del Espíritu Santo implícito en el bautismo, podrán experimentar el gozo de amar y sentirse amadas esponsalmente por Cristo. Pero en el cielo nuevo y en la tierra nueva todos quedarán sobrecogidos de poder contemplar eternamente la belleza y el amor de Cristo esposo de la Iglesia y sentirse amados por El. De la misma forma los sacerdotes podrán recibir de Cristo su amor de hermano, de amigo entrañable, pero unidos a El podrán experimentar eternamente el gran amor esponsal con que Cristo es amado por la Iglesia. Ya que Cristo no se reserva nada para él y todo lo quiere compartir, de forma particular con el sacerdote que por el sacramento del Orden, ha sido constituido en otro Cristo como él: “Padre a los que tu me has dado, quiero que a donde yo esté, estén también conmigo... para que les inunde mi alegría” (Jn 17, 24 y 13). 9. Proyección eclesial de la experiencia espiritual del bto. Francisco Palau La experiencia interior que el beato Francisco Palau tuvo de la Iglesia como persona mística, y su relación con ella desde la filiación, paternidad y el amor esponsal es para que ser comunicada a los demás. Él se preguntaba porque el Padre se le había revelado a él que se encontraba incapaz de corresponder a este amor. Comprenderá en su interior: "No por ti, sino por mi Iglesia, yo te he revelado, descubierto y manifestado a mi Hija muy amada; y ella se ha revelado a ti, y te he dado por Esposa, para que hagas de su belleza la descripción y para que escribiendo y predicando de ella la conozca el mundo, la ame y deje de odiarla y perseguirla. Llega ya el tiempo en que la Iglesia ha de revelarse y darse a conocer al mundo y a los hombres, la verán y la amarán. La fe en ella casi extinguida, se levantará cual cometa, que será el signo de los últimos días de su peregrinación sobre la tierra" (MR 3,14). Francisco Palau recibió la misión de anunciar a todos los pueblos del mundo la belleza infinita de la Iglesia para que fuera amada. Hoy cerca de tres mil hijas espirituales del Beato F. Palau presentes en unos treinta países de cuatro continentes del mundo, aman, sirven a la Iglesia en sus necesidades, y enseñan a todos a amar filialmente a la Iglesia. Todo aquel que lea atentamente y con perseverancia los escritos del beato F. Palau obtendrá como fruto espiritual un amor entrañable a la Iglesia. Se podría decir que cuando el beato Francisco Palau entra en la eternidad es engendrada -en el seno de su madre- la que sería santa Teresa del Niño Jesús, ya que entre la muerte del beato Francisco Palau y el nacimiento de la santa de Lisieux hay nueve meses y trece días. Pero hay algo que diferencia profundamente a estos dos santos del Carmelo. A la muerte de santa Teresa del Niño Jesús fueron publicados sus escritos espirituales. Hace un siglo que estos escritos espirituales no dejan de hacer bien a todos los que los leen. Sus pensamientos han quedado integrados en la espiritualidad de nuestro tiempo, hasta el punto de que Juan Pablo II la ha declarado doctora de la Iglesia. Esto no ha sucedido con los escritos del bto. Francisco Palau. Hasta el año 1997 no fueron publicados sus escritos íntimos: “Mis Relaciones con la Iglesia". Los estudiosos de la Iglesia que los leen, quedan admirados por la profundidad con que intuyó el misterio de la Iglesia. El P. Palau, alejado de los centros europeos donde se elaboraba la teología sobre la Iglesia, llegó a conclusiones todavía más profundas por el camino de la experiencia mística . También los sacerdotes que han tenido la oportunidad de leer este libro y lo han comprendido, han intuido el profundo amor de Cristo hacia el sacerdote. Si hubieran sido publicados sus escritos después de su muerte, hoy formaría parte del patrimonio espiritual de la Iglesia. Teológicamente el conocimiento sobre el misterio de la Iglesia habría avanzado mucho más. Dios le concedió al P. Palau descubrir a la Iglesia como un ser personal capaz de amar y ser amado, capaz de saciar toda la capacidad de amar del corazón humano. Afirmación que va mucho más allá de la que definió el Concilio Vaticano II. Sólo Pablo VI en su encíclica "Eclesiam Suam", se acerca algo a la experiencia que ya estaba profundamente instaurada en el interior del bto. F. Palau. En esta encíclica este Papa decía: “El misterio de la Iglesia no es un simple objeto de conocimiento teológico, ha de convertirse en una vivencia, en la cual antes de tener una noción clara, el alma fiel puede tener incluso una experiencia connatural" (n. 35). Si los escritos del bto. F. Palau formasen parte de la espiritualidad de nuestro siglo como los de santa Teresita, muchos de los miles de sacerdotes que, con la crisis postconciliar se secularizaron, buscando ser amados por un amor femenino, estos escritos del P. Palau les hubiesen ayudado a descubrir que en la fidelidad radical al celibato sacerdotal podían encontrar este amor que buscaban, como lo encuentra la mujer consagrada en Cristo. Además, si hubiera sido mínimamente conocida la riqueza de la experiencia del bto. Francisco Palau, del sacerdote como esposo de la Iglesia, cuando Pablo VI en su encíclica Sacerdotalis Caelibatus invitaba: “a los estudiosos de la doctrina cristiana y a los maestros de espíritu y a todos los sacerdotes capaces de las intuiciones sobrenaturales sobre su vocación, a preservar en el estudio de estas perspectivas y penetrar en sus íntimas y fecundas realidades, de suerte que el vínculo entre el sacerdocio y el celibato aparezca cada vez mejor en su lógica luminosa y heroica, de amor único e ilimitado hacia Cristo Señor y hacia su Iglesia”(n. 25), hubiera podio aportar el ejemplo luminoso de la experiencia eclesial del bto. Francisco Palau para que fuera profundizada en orden a dar sentido al celibato sacerdotal, entonces y ahora tan cuestionado. El bto. Francisco Palau es un testimonio viviente de que Dios no se deja vencer nunca en generosidad. Él fue tan fiel en servir a la Iglesia como un hijo sirve a su madre en situación de extrema necesidad, que Dios le hizo partícipe de su paternidad sobre la Iglesia. Fue tan fiel en su entrega paternal a favor de su Hija la Iglesia que Cristo por intercesión de María le concede ser esposo de la Iglesia. Además lo que él ofrecía a Dios en bien de la Iglesia en España, le concede vivenciarlo desde la experiencia esponsal. La Eucaristía que ofrecía en reparación de los pecados de la Iglesia, será el lugar del encuentro profundo entre él y su Amada. Si antes suplicaba que María fuera su intercesora a favor de la Iglesia en España, será ella la mediadora para que se realice el enlace nupcial entre él y la Iglesia.... Nos podemos preguntar las gracias con que Dios favoreció al beato Francisco Palau son sólo un premio a su insobornable fidelidad en el servicio de su Iglesia, o más bien es un testimonio privilegiado para hacer conocer a la Iglesia como persona mística, donde todos los que como él participan del sacerdocio ministerial de Cristo, puedan establecer con la Iglesia una relación paternal y esponsal. Se puede afirmar que las gracias por él recibidas y algunas de ellas narradas en su diario íntimo “Mis Relaciones con la Iglesia”, son prenda de lo que están llamados a vivir los sacerdotes. Su larga búsqueda de 40 años es una luz que señala el camino para que sus otros hermanos en el sacerdocio puedan experimentar la responsabilidad de su paternidad hacia la Iglesia, y el gozo de sentirse amados esponsalmente por la Iglesia. De la misma forma que Isabel de la Trinidad intuía que su misión póstuma en el cielo sería el fruto de la labor de toda su vida espiritual: “Atraer a las almas, ayudándolas a salir de ellas mismas para unirse a Dios por un movimiento todo sencillo y amoroso, y guardarlas en este silencio interior que permita a Dios imprimirse en ellas y transformarlas en El mismo” . El bto. Francisco Palau en el cielo su misión debe ser también ayudar al sacerdote a descubrir a la Iglesia como su Hija y su Esposa, y como dijo pocos días antes de morir a una familia amiga, “Como me voy al cielo, reclamadme, reclamadme que os ayudaré”. Si aquí en la tierra los sacerdotes no perciben estas gracias espirituales de forma análoga a la experimentada por el beato Francisco Palau, no por ello dejarán de vivir estas realidades en la Iglesia celestial, quizás aún de forma más plena porque han debido vivir con una fe más desnuda de todo consuelo espiritual su ministerio sacerdotal en bien de la Iglesia. Así lo expresa con toda claridad el beato F. Palau: “Si tu no te hubieses revelado, así hubiera desaparecido de entre los mortales sin relacionarme contigo. ¡Qué sorpresa la mía cuando te hubiera visto sin velos en el cielo!” (MR 22,17). En distintas ocasiones el beato Francisco Palau repite que esta experiencia esponsal con la Iglesia está reservada a “amantes castos, puros y vírgenes como yo” (MR 7,10). Pero al final de sus escritos dirá: “En cuanto sacerdote, soy esposo tuyo; y si yo amara otra belleza fuera de ti, fuera tu esposo pero infiel y adúltero; y si me uno a ti sacramentalmente y no tuviera el amor que me pides, fuera esposo infiel, adúltero y sacrílego (...) Sólo puede satisfacer los deseos del corazón la unión de amor de esposo fiel, consumada en tu altar con la participación del augustísimo Sacramento” (MR 22,26). El ser esposo de la Iglesia está reservado a todo sacerdote fiel o infiel. Ciertamente que su experiencia esponsal puede ayudar afirmar a muchos presbíteros en la fidelidad a su celibato sacerdotal, pero también puede ayudar a los que en “momentos de oscuridad y nubarrones se desperdigaron” (Cf. Ez 34,12) para reencontrar la belleza del celibato sacerdotal y descubrir las dimensiones esponsales y paternales del sacerdocio. IV. EL OBISPO EN SU RELACIÓN CON LA IGLESIA El obispo se relaciona con la Iglesia desde distintas categorías relacionales sacadas del ámbito de la vida familiar. El obispo en razón de su bautismo es hijo de la Iglesia y hermano de todos los bautizados. En razón de su ministerio es partícipe de la paternidad de Dios sobre la Iglesia. Y por su profunda configuración con Cristo Esposo participa de la vida esponsal de Cristo hacia su Iglesia. Pero para que el obispo pueda ahondar en estas formas de relación con la Iglesia debe tener una profunda vida de oración, por ello en el inicio se presenta la dimensión del obispo como hombre de oración. 1. EL OBISPO, UN HOMBRE ORANTE Por su configuración con Cristo el obispo ante todo debe ser un hombre orante, para vivir una profunda vinculación con El y, siendo intercesor de la comunidad que le ha sido confiada, pueda predicar fructuosamente la Palabra de Salvación (Cf. Hch 6,4) 1.1. El obispo un hombre de oración Jesús nos ha dado testimonio de hombre de oración, nos ha enseñado a orar y nos ha mandado que orásemos para no desfallecer en su seguimiento (cf. Lc 22,40). Todo discípulo de Cristo debe esforzarse a orar. Con mucha más razón el obispo debe ser un hombre orante. En su consagración episcopal “recibe del Espíritu Santo la misma gracia que los apóstoles recibieron en Pentecostés” . En Pentecostés los apóstoles recibieron el mismo Espíritu de Cristo, que los configuró más profundamente a El, reviviendo en su vida la dimensión orante de su Maestro, como se puede ver de forma palpable en el apóstol Pedro (Hech 6,4) y en Pablo, maestro de la gentilidad (Hch 9,17), ambos fueron hombres orantes por excelencia. El obispo debe ser hombre de profunda oración para que el Espíritu de Dios vaya configurando en él a Cristo el verdadero pastor, el verdadero esposo de la Iglesia particular que se entrega olvidándose de sí para que santificar a la Iglesia por los sacramentos y la Palabra. El don del Espíritu, que el obispo recibe en el sacramento del Orden, ha de ser revitalizado en su oración personal. Escribirá G. Brocolo acerca de la necesidad que los sacerdotes sean hombres de oración: “Para fomentar y <> (2Tm 1,6-7) el don del Espíritu que constituye la identidad y la función del sacerdote éste debe disponerse a recibir en la oración personal aquello mismo que habrá de transmitir a los demás en la oración pública. (...) Sólo cuando el mismo ha bebido en las profundidades del Espíritu a través de su oración personal podrá esperar que su presencia se manifieste y engendre al Espíritu en su oración litúrgica” . En el Instrumentum laboris del Sínodo de obispos se destacará la dimensión orante del obispo. “Es propio del obispo el ministerio de la oración pastoral y apostólica, delante de Dios por su pueblo, a imitación de Jesús que reza por los apóstoles (cf. Jn 17) y del apóstol Pablo que reza por sus comunidades (cf. Ef 3,14-21; Flp 1,3-10). En efecto, él también en su oración, debe llevar consigo toda la Iglesia rezando en manera especial por el pueblo que le ha sido confiado. Imitando a Jesús en la elección de sus Apóstoles (cf. Lc 6,12-13), también él someterá al Padre todas sus iniciativas pastorales y le presentará, mediante Cristo en el Espíritu sus expectativas y sus esperanzas. Y el Dios de la esperanza lo colmará de todo gozo y paz, para que abunde en la esperanza por la fuerza del Espíritu Santo (cf. Rm 15,13)” (n. 47). Recordará también este Sínodo la importancia de orar de forma particular cuando se deban tomar decisiones importantes, como el mismo Cristo hacía: “Además, en vista, de las ordinarias y graves decisiones a tomar, se siente la particular necesidad de invitar a los obispos a destinar un tiempo adecuado a la meditación y a la contemplación en medio de las tareas cotidianas del ministerio, cuando la urgencia de las cuestiones golpea a la puerta del corazón y la preocupación del pastor invoca la pausa de la piedad y la escucha del Espíritu en la serenidad interior” (n. 77). D. Hurley escribe acerca de la dimensión orante del obispo: “La oración del obispo tiene una enorme importancia e influye decisivamente en la oración de todos aquellos que están puestos bajo su dirección: sacerdotes, laicos y religiosos. La oración del obispo tiene unas dimensiones eclesiales en su diócesis y repercusiones en las de sus hermanos del colegio episcopal, cosa que él nunca debe olvidar: las dimensiones y repercusiones de su jefatura litúrgica. (...) El obispo que se sitúa en medio de su iglesia para orar debe tener muy en cuenta este misterio de la presencia de Cristo en el que también se encuentra implicado profundamente él mismo. Cuando tiende su mirada por encima del altar contempla una comunidad que es sacramento de la presencia de Cristo. El mismo es una sola cosa con esta comunidad en el cuerpo de Cristo, en el pueblo de Dios, en la posesión del Espíritu. El mismo es todavía más sacramento de la presencia de Cristo para esta comunidad, pues en virtud de la ordenación sacramental tiene una responsabilidad especial: dar testimonio de Cristo, el Buen Pastor que ha dado su vida por su rebaño” . El obispo por su consagración recibe una designación pública para que personifique al Espíritu en medio de la familia humana. La clave según G. Broccolo autor está no sólo en considerar que el obispo es un alter Christus, sino también es un alter Spiritus, la <> del Espíritu Santo. Él mismo dará las razones de ello: “Hay una gran semejanza entre la misión y la función del Espíritu Santo en cuanto a edificar la nueva creación de la familia humana y la función del sacerdote en medio de ella. Lo mismo que el Espíritu transmite a los hombres los dones de Dios, también el sacerdote engendra la Palabra cuando comunica a los hombres los divinos misterios de la salvación. Lo hace así revelando la primacía de la caridad católica en su disponibilidad para con todos los hombres, en todas sus necesidades y preocupaciones. De modo semejante personifica también al Espíritu cuando consuela, anima orienta y conforta; cuando convence al mundo de pecado; cuando enseña e inculca a los demás la visión cristiana de la existencia humana” . Respecto a la misión de presidir la oración litúrgica, refiriéndose al sacerdote, G. Broccolo escribirá: “ La oración del sacerdote debe ser, a la vez, una ayuda y un reto lanzado a la vida espiritual de la comunidad. Su manera de orar debe demostrar que realmente está orando, no simplemente ejecutando unas rúbricas y recitando las palabras prescritas. Debe llevar a la asamblea el sentimiento y la convicción de una autenticidad externa y tangiblemente perceptible. Pero más que nada, su estilo de presidir debe ser un estímulo que inspire a los fieles, en virtud del carisma de jefatura espiritual, una auténtica oración. (...) Únicamente un hombre que sea la personificación sacramental del Espíritu, tanto en su dinamismo interior como en su función pública, puede llevar a cabo la tarea de transformar la comunidad cristiana en hijos del Padre y en Cuerpo de Cristo. El sacerdote debe manifestar y engendrar este Espíritu, pues sólo el Espíritu realiza el auténtico culto cristiano y la oración de la familia humana” . Así el obispo podrá ser para la comunidad cristiana, lo que Juan Pablo II dijo en su primera visita a España, un “maestro de oración, transparencia y revelación del rostro de Dios para sus diocesanos. Y en qué medida es y aparece como el Liturgo de su diócesis, el que va delante de su pueblo en la adoración al Señor, aquel que impulsa y dirige el culto divino en su Iglesia local” . En el último sínodo de obispos, en su relación con Dios la asamblea quería obispos santos, hombres de oración y caridad. El artículo número uno del <>, será sobre la dimensión orante: “El obispo debe ser hombre de oración y de contemplación, de profunda vida interior, bien anclado y familiarizado con las cosas y la <> de Dios, dispuesto hasta la entrega total y martirial por amor a Dios y a su pueblo, consciente de que en el camino cristiano transita siempre la cruz, unido en comunión con Jesucristo y con la Trinidad Santísima” . La vida de oración debe estar estrechamente vinculada con el amor al prójimo, en el obispo en el ejercicio de la caridad pastoral. Ya que sin amor al prójimo no se puede progresar en la vida espiritual. La oración es fuente de amor al prójimo y el ejercicio de amor al prójimo es fuente de progreso en la vida de oración. En ocasiones este amor al prójimo, de forma particular en el obispo jubilado se expresa en una ardiente oración a favor de la Iglesia, de sus hermanos en el episcopado que llevan sobre sus espaldas la carga del ejercicio pastoral directo. O por los “obispos que, por causa del nombre de Cristo, sufren calumnias o vejaciones, están detenidos en las cárceles o se les impide ejercer su ministerio, y así, por la oración y ayuda de los hermanos, se aliviarán y mitigarán sus dolores” (ChD 7) 2. El obispo, el intercesor de su pueblo Una dimensión del ministerio del obispo es ser intercesor ante Dios por su grey. Así lo expresa el Vaticano II: “Así, los Obispos, orando y trabajando por el pueblo difunden de muchas maneras y con abundancia la plenitud de la santidad de Cristo” (LG 26). “Consciente que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf Hb 5,1-2) , trabaje con la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad tanto por ellos como por los que todavía no son de la única grey, a los cuales tenga como encomendados en el Señor” (LG 27). “Los elegidos para la plenitud del sacerdocio son dotados de la gracia sacramental, con la que, orando, ofreciendo el sacrificio y predicando, por medio de todo tipo de preocupación episcopal y de servicio, puedan cumplir perfectamente el cargo de la caridad pastoral” (LG 41). Respecto a la misión de orar de los obispos por su grey, la Ordenación General de la Liturgia de las Horas dice: “La comunidad eclesial ejerce su verdadera función de conducir las almas a Cristo no sólo con la caridad, el ejemplo y los actos de penitencia, sino también con la oración. Esta incumbencia atañe principalmente a todos aquellos que han recibido especial mandato para celebrar la Liturgia de las Horas: los obispos y los presbíteros, que cumplen el deber de orar por su grey y por todo el pueblo de Dios, y los demás ministros sagrados y los religiosos”(n.17). Mons. Mendez Asensio, -en la comunicación que se ha ido comentando- intenta mostrar siguiendo el ejemplo de orante y apostólico de san Pablo, que la oración del sacerdote debe ser una oración de acción de gracias y de intercesión. La acción de gracias de Pablo no es etérea, ni indeterminada, “sino que es una acción de gracias que arranca de la vida. Es una acción de gracias que arranca de aquellos hijos que Dios le dio. De igual manera, su oración de intercesión es una oración que arranca de los problemas que tienen sus comunidades” . Ante el ejemplo de san Pablo, Mons. Mendez hablara de la acción de gracias y de la oración de intercesión vinculados al sacerdocio, que también se puede vincular plenamente a la oración del obispo: “Me parece que toda oración en la que no haya algo de acción de gracias es una oración egoísta. (...) Una oración de acción de gracias radica en la humildad, es decir, cuenta con el reconocimiento de todos los bienes que pueda haber en la Iglesia donde yo vivo vienen de Dios y ninguno de mí. Ningún bien que haya en vuestras parroquias y en cualquier diócesis viene ni del obispo, ni de los curas; vine de Jesús, viene por gracia del Señor. Por tanto, a El es a quien hay que darle gracias. La acción de gracias en la oración es algo que parte de una vida de humildad, de reconocimiento de que gracias a El conseguimos lo poco o lo mucho que El nos quiera dar” Respecto a la oración de intercesión dirá: “Creo que la oración de intercesión hace en nosotros tener el alma con mucha más tensión, principalmente cuando esta oración está centrada en las personas. Pienso muchas veces en lo viva que es la oración de las madres. ¡Cómo piden las madres por sus hijos! Puede haber en el corazón de la madre también un sentimiento egotista; pero, con qué viveza, con qué sensibilidad, con qué fe, con qué ardor piden las madres por sus hijos, con sus nombres. La madre que tiene una vivencia tan rica del amor a sus hijos, traslada esa vivencia cuando está hablando con el Señor sobre ellos. Y en esta oración sobre nuestro pueblo, ¿Cómo pedimos nosotros por las personas concretísimas que nos están encomendadas? ¿Cuál es la tensión de nuestra oración? ¿Cuál es la viveza de nuestra oración? ¿Cuál es el cariño que ponemos en nuestra oración? El sacerdote en la Misa tiene todo el campo de intercesión que suponen las almas que el Señor le ha confiado. (...) Nuestra Misa está radicada, centrada en aquellos problemas concretísimos de nuestros hermanos, de aquellos que trabajan con nosotros, de aquellos que luchan con nosotros. (...) esta oración de intercesión nos ayuda a querer más, a amar mucho más; porque pienso que el pastor que quiere a los hombres que el Señor le ha encomendado los está mirando des la altura de la oración, los quiere mucho más, los ama mucho más, porque los mira con los ojos de Dios” . El Espíritu Santo que configura al obispo en padre de la grey que le ha sido confiada. En virtud de esta paternidad espiritual del obispo sobre la diócesis, puede clamar al Señor por su grey, como un padre suplicaba a Jesús por la salud de su hijo, “Maestro, te suplico que mires a mi hijo, porque es el único que tengo” (Lc 9, 38). Jesús puede preguntar al padre (obispo) “¿Cuánto tiempo hace que está así?” (Mc 9,21), y éste como el padre de la narración evangélica, describe la enfermedad que padece su hijo (la diócesis), y le suplica “¡Si es que puedes algo, compadécete de nosotros y socórrenos” (Mc 9,22). Será Cristo mismo el que fortalecerá la fe del obispo, “Todo es posible al que tiene fe” (Mc 9,23). El obispo lleno de entrañas paternales suplicará a Cristo “Creo. Remedia esta mi incredulidad” (Mc 9,24). Cristo conjurará el espíritu del mal para que salga de él y no entre más, y “tomándolo de la mano, lo hizo levantar y el muchacho se puso en pie” (Mc 9,27) “Este quedó curado de su mal en aquel mismo instante” (Mt 17,18), “poniéndolo luego en manos de su padre” (Lc 9,42). Y como en tiempos de Jesús, todos quedaremos admirados al comprobar el poder admirable de Dios (cf. Lc 9,43). O glosando la curación de la hija de Jairo, el obispo se postra a los pies de Jesús, y le insta a que mire con misericordia a su hija (la diócesis), porque está gravemente enferma. En esta petición será confortado por el mismo Jesús que le dirá: “No te apures. Basta que creas y vivirá. (...) No está muerta, está dormida” (Lc 8,50.52). Y Cristo con su poder divino, le dirá: “Niña yo te lo mando, levántate” (Mc 5,41). Ante la admiración de todos “La niña (la diócesis) se puso en pie y echó andar” (Mc 5, 42). Pero para que no vuelva a enfermar, el Señor recomienda que le diesen de comer a la niña (Mc 5, 43), alimentos para que la fortalezcan en la fe, en la caridad y en la comunión con toda la Iglesia universal. Con su oración intercesora y de acción de gracias el obispo colaborará de forma eminente en la edificación de la comunidad eclesial al él encomendada. 1.3. Orar unos por otros para fortalecernos en la vida orante Para poder llevar a término las graves exigencias de ser orantes, debemos hacernos espaldas unos a otros, en expresión de santa Teresa de Jesús. No sólo los pecadores que se han alejado manifiestamente de los caminos de Dios necesitan de oración. Si queremos vivir en la verdad, descubriremos la necesidad que tenemos de orar por nosotros mismos como el publicano de la parábola evangélica, "¡Oh Dios¡ ¡Ten compasión de mí que soy pecador!" (Lc 18,13), ya que estamos muy lejos de la santidad que Dios quiere para nosotros en sus inefables designios. Debemos orar pidiendo al Señor que ninguna actitud de pecado arraigue en nosotros, y nos conceda siempre humildad para reconocer los propios pecados y la gracia para convertirnos de ellos. "Porque demasiado –como dirá Matta el Meskin- a menudo descuidamos examinar nuestra conciencia y dejamos que nos arrastren graves culpas: durante largos años omitimos acusarnos y esto contribuye a debilitar nuestra vida espiritual" . En este proceso de conversión personal necesitamos que los otros oren también por nosotros, lo mismo que ellos necesitan de nuestra oración. Todos "tenemos gran necesidad de que se rece por nosotros con fervor, a fin de que el Espíritu nos revele los pecados que nos arrastran y que se esconden en nuestro corazón y que nuestra conciencia sea presa del arrepentimiento y se convierta. Podremos entonces recibir la fuerza de Dios en nosotros y nuestras oraciones y acciones de gracias se verán reavivadas por el dinamismo de la gracia. (...) Las oraciones de los demás cuando son fervientes, se convierten en uno de los factores más importantes de renovación de tu vida y de adquisición de más energía espiritual" . De ello estaba plenamente convencido san Juan de la Cruz, ya que él experimentó el poder transformador de la oración de intercesión. Posiblemente sin la oración que santa Teresa de Jesús, sus monjas y de otros cristianos hacían constantemente por él mientras estuvo en la cárcel conventual en Toledo, Juan de la Cruz hubiera posiblemente sucumbido ante las penosas circunstancias que tuvo que vivir en aquella cárcel durante casi nueve meses: tanto a nivel físico, psicológico como espiritual. En cambio aquellas circunstancias que hubieran podido destrozar psicológicamente cualquier persona, él quedó no sólo fortalecido para soportar aquellas circunstancias, sino que progresó muy significativamente en su vida espiritual. En la cárcel de Toledo pasó de una búsqueda de Dios a través del ascetismo y de las meditaciones, a caminar en pos de su amado Cristo con el alma enamorada (cf. Can 1,1). Por ello Juan de la Cruz, el mayor de nuestros místicos, pedirá que lo encomienden en su oración no sólo las carmelitas descalzas, de las seglares que él dirigía espiritualmente, sino que también pedirá a una aspirante carmelita, para que pida a su madre, y a las amigas de esta que le encomienden en la oración (cf. Cta. 12). El obispo si quiere en verdad ofrecer un verdadero servicio apostólico a la diócesis a él encomendada, debería exhortar personalmente y de forma reiterada a sus fieles, en particular a los contemplativos, que oren por él, y por la tarea a él encomendada. Ello fue vivido intensamente en las primeras comunidades cristianas, tenemos noticia de ello a través de las cartas de san Pablo. El apóstol de la gentilidad no sólo oraba constantemente, sino que exhortaba a todos a perseverar en la oración (Rm 12,12; Ef 6,18; Flp 4,6; Col 4,2; 1Ts 5,17; 1Tm 2,8; 5,5). El mismo rogará sin descanso por sus fieles: (Ef 1,16; Flp 1,4; Col 1,3,9; 1 Ts 1,2; 3,10; 2Ts 1,11; Flm,4). Como también pedirá que estos rueguen por él: (Rm 15,30; 2Co 1,11; Ef 6,19; Flp 1,19; Col 4,3; 1 Ts 5,25; 2ts 3,1; Flm 22; Hb 13,18). O que los unos oren por los otros (2Co 9,14; Ef 6, 18). Además de pedir el progreso espiritual de los que son evangelizados, pedirá la remoción de los obstáculos externos (1Ts 2,18. 3,10; Rm 1,10); o los internos (2Co 12,8-9). Pero a la súplica siempre irá acompañada de la acción de gracias por las maravillas que el Señor hace a su Iglesia, 2Co 1,11; Ef 5,4; Flp 4,6; Col 2,7; 4,2; 1Ts 5,18; 1 Tm 2,1 . Además de pedir que oren por él y su labor pastoral, los obispos deberían dar motivaciones para que sus diocesanos oren por él, como las daba san Agustín a su comunidad, con motivo del aniversario de su consagración episcopal: “Me confío, pues, a vuestras oraciones, para que el Señor quiera llevar conmigo esta carga, El que no desdeñó el ofrecérmela. Y cuando hagáis está plegaria, que os pido, sabed que rezáis también por vosotros mismos. En efecto, esta carga de la que os hablo, que ¿quizás es algo diverso de vosotros? Rezad, pues, para que yo sea fuerte, de la misma manera que rezo para que la carga que sois vosotros no me sea demasiado pesada. Nuestro Señor Jesucristo no hubiera dicho nunca que su carga era ligera si no se hubiera comprometido a llevarla con el portador. Y vosotros también sostenedme, para que, según el mandamiento del apóstol Pablo, debemos llevarnos las cargas unos a otros, así cumpliremos la ley de Cristo. Si Cristo no lleva con nosotros la carga, sucumbimos; si no nos sostiene, caemos” . Una forma eficaz de promover la vitalidad de una diócesis es implicar a los diocesanos, tanto los contemplativos y miembros de la vida consagrada y los laicos en la oración a favor de la diócesis. Y es el mismo obispo quien en sus visitas pastorales, o por medio de sus delegados, el que debería animar esta oración, incluso organizarla de tal modo que en aquella diócesis hubiera una permanente lámpara encendida de oración a Dios, por aquella comunidad eclesial. Ello ya está organizado en la diócesis de Vic, en que cada día del mes varias contemplativas y religiosas mayores ofrecen su vida consagrada, su oración y su trabajo para que Dios bendiga con una gran efusión del Espíritu Santo aquella comunidad eclesial. También hay más de una treintena de laicos procedentes de los Grupos de Oración y Amistad que se han comprometido un día al mes a ofrecer su vida, su oración y trabajo para que Dios bendiga el obispado de Vic y la Iglesia en Cataluña. Ya que en Cataluña la comunidad eclesial es una realidad unitaria, y la labor positiva de una diócesis tiene una influencia positiva sobre las demás, pero también sucede lo contrario . Esta oración es una fuente de bienes celestiales para la vida de la diócesis, para que lo que disgrega la vida eclesial tenga cada vez menos fuerza, y en cambio lo que la construye tenga cada vez una fuerza mayor, hasta renovarla enteramente por la acción del Espíritu Santo. 2. EL OBISPO HERMANO La fraternidad es una categoría central en el Nuevo Testamento, en la que los cristianos son designados con el nombre de hermanos (cf. Ac 1,15; Rm 14, 13, Col, 12...), porque son hermanos de Cristo (Rm 8,29; He 2, 11.17), y por ello se han de amar (Rm12,10; He, 13,1), se han de perdonarse como hermanos (Mt 18,21), y reconciliarse con los hermanos (Mt 5,22). 2.1. El obispo, como hermano de los bautizados El ser hermanos de Cristo no es una categoría que aparece en el inicio de los Evangelios, sino una vez Cristo ha resucitado. En la última cena, cuando Jesús revela sus sentimientos más íntimos llama a sus discípulos amigos, “¡Ya no os llamo más siervos,... os llamo amigos porque os he comunicado todo lo que le he oído del Padre” (Jn 15, 15). Pero para poder gozar de su amistad, manda cumplir su mandamiento nuevo “que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12), y El es el primero en cumplir esta relación de amistad, amando hasta el extremo de dar su vida por sus amigos (Cf. Jn 15,13). Después de su resurrección hay un cambio substancial entre las relaciones de Cristo y sus discípulos. Mientras el Angel les dice a las mujeres, “Id enseguida a decir a sus discípulos que ha resucitado” (Mt 28,7), en cambio cuando es Jesús la que las envía les dice: “Id a decir a mis hermanos” (Mt 28, 10). La razón de este cambio de relación entre Jesús y sus discípulos nos la dará san Juan en su Evangelio: ”Vete a mis hermanos y dile que subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20, 17). El Padre es la razón última de que todos seamos hermanos en el Hermano, y todos estemos predestinados a “reproducir la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito de todos los hermanos” (Rm 8,29), a ser hijos en el Hijo. En el Instrumentum laboris del Sínodo de los obispos sobre el episcopado, habla de la vida espiritual del obispo destacando de forma singular su dimensión de cristiano con los otros cristianos: “ La vida espiritual del obispo, como vida en Cristo según el Espíritu, tiene su raíz en la gracia del sacramento del bautismo y de la confirmación, donde, en cuanto “christifidelis”, renacido en Cristo, fue hecho capaz de creer en Dios, de esperar en El y de amarlo por medio de las virtudes teologales, de vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo por medio de sus santos dones. En efecto, el obispo, no diversamente de todos los otros discípulos del Señor que fueron incorporados a El y se han transformado en templo del Espíritu, vive su vocación cristiana consciente de su relación con Cristo, como discípulo y apóstol” (n. 43). Estas dos relaciones del obispo como pastor y hermano respecto a su comunidad son recordadas por san Agustín: “Si aquello que yo soy por vosotros me asusta, aquello que soy con vosotros me tranquiliza. Para vosotros, en efecto, soy obispo; con vosotros, en cambio soy cristiano. Obispo, he aquí el título de un cargo que uno acepta; cristiano he aquí el nombre de la gracia que uno recibe. Título lleno de peligros; nombre que salva. Pero, cuando me acuerdo de la sangre con la que hemos sido rescatados, me conforto con este pensamiento, de tal forma como si entrara en un lugar seguro” . 2.2. El obispo y su relación con el Hermano El obispo podrá crecer en profundidad en esta relación fraterna con los otros miembros de su comunidad, si cultiva esta relación con Cristo como Hermano, en particular en la adoración Eucarística, máxima presencia real de Cristo que está con nosotros hasta el fin de los días (Mt 28,20). Sacerdotes que en su vida particular han debido atravesar cañadas oscuras, muy oscuras, han experimentado la presencia de Cristo el Hermano, el Amigo leal, que no sólo les acompaña sino que se hace mucho más presente cuanto más dolorosa es la circunstancia en la que viven. Angel Moreno, en su bello libro “Pan de Eucaristía”, da su testimonio, que podrían hacer suyo muchos obispos, ya que la adoración eucarística con la presencia del Amigo, del Hermano, ha colmado su soledad. “Llegué a Buenafuente, lugar monástico desde el siglo XII, recién ordenado sacerdote, con veinticuatro años. (...) Mis jornadas eran desiertas, sin presencia humana, entre recios combates conmigo mismo, que consolaba con sorbos de silencio y soledad, abriendo mi puerta a todos los que llegaban por una u otra causa. (...) Todos eran buena noticia humana. En estas circunstancias, recuerdo de manera muy viva lo que significaba un rato de oración ante el sagrario, solo en la iglesia vacía y heladora. Se daba el caso de días seguidos sin recibir ninguna visita. En el invierno hubo temporadas de no poder salir de casa por la nieve. Las monjas detrás de sus celosías, y mi madre mis únicas relaciones posibles, más había sentimientos que no podía compartir con ellas. Los dos vecinos se acostaban a las ocho de la tarde. Doy fe de lo que significa creer en la presencia real, viva de Jesús, de tú amigo, que respondía a mi necesidad más sentida, la de poder hablar con otro de amistad o de las dificultades y esperanzas. Después, en mis viajes de un lado para otro, encontrarme con la Eucaristía era hacerlo con el amigo que me libraba del sentimiento solitario. ¡Qué difícil es vivir y pasar las jornadas por empeño, por disciplina, para no deteriorar la propia imagen, por coherencia con el misterio, por coincidencia con el papel que se debe asumir! ¡Qué distinto es sentirse relacionado, querido, estimulado por la presencia de un tú amigo! Para mí, en esos momentos tuvo especial realismo la presencia sacramental de Jesucristo en la Eucaristía. (...) La Eucaristía se convertía en alivio en medio de la debilidad, en acompañamiento íntimo, peregrino amigo a través de los páramos solitarios. Esta relación fue para mí el Tú esencial, necesario para poder atravesar mis desiertos, externos e internos, la presencia viva y favorable de alguien que, fuera de mí mismo, me hacía sentirme persona” . También la presencia del Amigo en las circunstancias duras de un campo de concentración nazi puede consolar de tal forma, que el bto Tito Brandasma podrá decir a Jesús: “Cuando te miro, buen Jesús, advierto en ti el amor del más querido amigo, y siento que al amarte yo, consigo el mayor galardón, el bien más cierto (...) ¡Quedaté, mi Jesús! Que, en mi desgracia, jamás el corazón llore tu ausencia: ¡que todo lo hace fácil tu presencia y todo lo embelleces con tu gracia! 3. El OBISPO COMO PADRE DE LA IGLESIA El Padre hace partícipe al obispo de su paternidad sobre la Iglesia. Y es el Espíritu Santo que se derrama sobre él, de forma particular en la consagración episcopal, quien lo configura como padre de la grey que le ha sido confiada. 3.1. El obispo padre de la diócesis La paternidad del obispo sobre su diócesis, está presente en el mismo ritual de la ordenación episcopal. “Es en efecto el mismo quien, por su ministerio episcopal, no deja de anunciar el Evangelio y de introducir a los fieles a los misterios de fe; quien, por el oficio de padre que tiene el obispo, aumente el cuerpo, incorporando nuevos miembros” El Vaticano II, en Lumen Gentium, también hablará de la paternidad del obispo sobre su diócesis: “El Obispo, enviado por el Padre de familias a gobernar a su familia, tenga siempre ante los ojos el ejemplo de Buen Pastor, que vino no a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28; Mc 10,45) y a dar la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11) (...) No se niegue a oír a sus súbditos, a los que, como a verdaderos hijos suyos, alimenta y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él” (LG 28). También el Instrumentum laboris sobre el episcopado habla de la participación en la paternidad de Dios sobre la Iglesia, aludiendo a la Tradición de la Iglesia: “En efecto, el Padre es como el obispo invisible, el obispo de todos. A su vez el obispo debe ser por todos reverenciado porque es imagen del Padre. En modo similar un antiguo texto amonesta: amad a los obispos que son, después de Dios, padre y madre”(n. 40). Luego hará alusión a la dimensión paterna presente en la ordenación episcopal, en la que “el obispo es llamado a cuidar con afecto paterno al pueblo santo de Dios, como un auténtico padre de familia, para guiarlo, con la ayuda de los presbíteros y diáconos, en el camino de la salvación. El descubrimiento de la Iglesia como familia de Dios, ya presente en el Concilio Vaticano II, hace más elocuente la imagen paterna del obispo” (n. 40) De la función vital que tiene el obispo como padre encargado de conducir a Dios la familia de Cristo, lo expresó de forma experiencial y elocuente el cardenal Enrique Tarancón, cuando era obispo de Solsona: “El obispo no tiene, como obispo, vida privada. No tiene intereses personales. No tiene familia. Él se identifica con su diócesis con la que se ha desposado. Se salvará, pastoreando debidamente a su grey. Se santificará, preocupándose seriamente y procurando por todos los medios la santificación de sus feligreses. Los bienes y males de la diócesis y de todos los diocesanos –en el orden sobrenatural- son problemas <> para el obispo que se ha unido a su sede como Cristo se unió con la Iglesia para formar una misma cosa con ella. Mientras los fieles tendrán su propio hogar, atenderán a su profesión, podrán tener su vida íntima y aun quizá se desentiendan de los problemas de su alma, hay una persona que tiene por <> velar por ellas, preocuparse de su vida espiritual, estar en un clima de perpetua angustia pensando en su salvación, renunciar a las satisfacciones más íntimas para entregarse a ellos, orar continuamente al Señor, no por él, sino por aquellos mismos que olvidan la oración y que quizá ni se acuerden de que hay alguien que tiene la misión de preocuparse y de sacrificarse por su bien. Y el obispo, que es hombre como los demás y siente también sus propios problemas y tiene ansias de intimidad, se olvidará de todo lo suyo por los otros y aun ha de estar dispuesto, por razón de su cargo, a dar la vida por sus ovejas, sin que crea que ha hecho demasiado y sin que pueda exigir la gratitud de sus hijos por su oblación total. Al aceptar el episcopado se ha clavado con Cristo en la cruz. Se ha convertido en redentor. Ésta es la grandeza del obispo y éste es, al propio tiempo, el drama del hombre en el que se encarna el episcopado. Los hombres no ven más que la parte externa de la vida episcopal. Los honores que recibe, la dignidad que posee, la veneración que le tributan los fieles. Y envidian muchos a los obispos por esa gloria que rodea su persona. No se dan cuenta del sacrificio interior de la oblación total que es sustantivo en su vida. Por algo la Iglesia le hace llevar siempre una cruz sobre su pecho, que, aunque sea de oro algunas veces, no deja de ser cruz. Es el símbolo exacto de su vida de pastor” . Pero también, como dirá Mons. Esquerda: “La consagración o segregación, es para ser de verdad propiedad de Dios amor y de todos los hombres. (...) La comunidad eclesial conoce a sus ministros, se ha responsabilizado con ellos, ora y se sacrifica por su ministerio. Así el ministro no es un hombre sin hogar, sino un apóstol de Cristo para quien todo el mundo es su hogar. El ministerio sacerdotal lo ejerce sólo el elegido, pero todos arriman el hombro, cada uno según su carisma. El espíritu ha marcado, sellado al apóstol. Ya no sirve para buscar sus intereses personales. (...) El apóstol no va nunca solo. Le resulta difícil descubrir la presencia de Cristo en su <>; pero siempre es posible, especialmente en el contacto con las comunidades cristianas y las personas de buena voluntad. En toda persona Cristo ha dejado sus huellas personales que el apóstol debe descubrir.... “ El amor y la donación del obispo como padre de la grey no tiene fronteras, en la homilía de la apertura del Sínodo de los Obispos: “Como pastores y padres auténticos, ayudados por los sacerdotes y por los demás colaboradores, nos incumbe la tarea de reunir a la familia de los fieles y fomentar en ella la caridad y la comunión fraterna. Si bien se trata de una misión ardua y laboriosa, nadie debe desanimarse. Con Pedro y con los primeros discípulos nosotros también renovamos confiados nuestra sincera profesión de fe. ¡Señor, <>! (Lc 5,5) Por tu palabra, Cristo, queremos servir a tu Evangelio por la esperanza del mundo” . La autoridad de que el obispo goza sobre la Iglesia particular a él encomendada es una participación de la autoridad del Padre respecto a su Hija muy amada que es la Iglesia. Desde esta perspectiva la Iglesia particular es la Hija que Dios pone al cuidado del obispo y espera que él la cuide con los más puros sentimientos paternales. Dirá Jesús “¿Hay entre vosotros alguno que dé una piedra a su hijo cuando le pide pan? O ¿qué le dé una serpiente cuando le pide un pez? Sí, pues, vosotros, siendo malos como sois, sabéis dar cosa buenas a vuestros hijos, ¡Con cuánta mayor razón les dará vuestro Padre celestial al que se las pida! “ (Mt, 7,9-11). En la educación de los hijos, en este caso de los fieles de la diócesis, dirá san Pablo: “padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino educadlos en la disciplina e instrucción según el espíritu del Señor” (Ef 6,4). Ciertamente que el Espíritu de Dios que fue guiando a Jesús en su labor evangelizadora hizo vida la profecía de Ezequiel: “Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear –oráculo del Señor-. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré las descarriadas; vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido” (Ez 34,16). Jesús educó a sus discípulos con una caridad exquisita y con una pedagogía extraordinaria, por ello al final de su vida al presentarlos al Padre podrá decir: “He manifestado tu nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo, tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu palabra. Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado, he celado por ellos y ninguno se ha perdido” (Jn 17 6,12). 3.2. Solicitud pastoral del obispo hacia su “Hija” la Iglesia particular Realmente gobernar una diócesis es una tarea muy difícil y ardua, y más en estos tiempos, como también en otros, en que en la comunidad eclesial coexiste a menudo el trigo con la cizaña, incluso en una misma persona. La primera reacción de Mons. José María Cases al serle notificado que había sido nombrado obispo de Segorbe-Castellón, fue decir no al Nuncio. Pero la respuesta de Roma, fue que a pesar de todo aceptara. Viendo que la propuesta era voluntad de Dios, tomó la cruz y aceptó. Estaba seguro que el báculo tenía forma de cruz, pero él dijo, “sé de quien me he fiado”, ¡adelante!. El obispo necesita para gobernar una diócesis, además de un gran amor hacia sus diocesanos, ser una persona humilde y muy prudente. Antes de actuar, el obispo debe conocer a fondo la diócesis, a través de un contacto personalizado con la realidad diocesana y escuchando a los que mejor la conocen. Cuando llega un obispo a una diócesis generalmente se le acoge con los brazos abiertos, pero todos están expectantes ante su actuación, y depende de la sabiduría y prudencia con que tome las primeras decisiones para que él y su labor pastoral sea bien acogida y los otros se animen a colaborar a su lado. Un obispo no puede pretender configurar la diócesis a su estilo y sensibilidad y mucho menos poner en práctica consignas de nadie al margen de la realidad de la diócesis. Ya que el obispo debe conocer a la “Hija” que Dios le ha dado, y según su personalidad específica la debe ayudar a crecer. De esto saben mucho los educadores y padres. Lo que Augusto Guerra dice sobre el orante, se puede aplicar a una diócesis: “Cada orante tiene sus propias peculiaridades, su propio genio, y por ahí hay que trabajarle y tiene él mismo que trabajarse. En esta línea está su futuro. Sucede en la oración como sucede en una familia: cada hijo tiene su estilo. Quizá uno no sea mejor ni peor que otro, pero es distinto; y es esa peculiaridad la que enriquece la variedad de la casa” , la variedad de la Iglesia de Dios. Un obispo muy espiritual puede tener como objetivo que la diócesis a la que debe regir sea muy espiritual y toda su actuación se dirija a conseguir este objetivo. Pero la diócesis puede tener otra característica particular muy distinta, donde los cristianos en vez de sentirse llamados a grandes meditaciones celestiales se sientan llamados prioritarimante al servicio del prójimo tomando en ocasiones características reivindicación de la justicia social, esto sucede principalmente en las grandes ciudades. Si el pastor no asume esta realidad su labor pastoral a la larga llevará el signo del fracaso, ya que los otros verán la pastoral del obispo como una imposición en la que no se sienten identificados, ni llamados. Por ello una de las primeras tareas que debe emprender el obispo, no es sólo conocer la lengua e intentar comunicarse con ella a sus diocesanos, ello es imprescindible, al menos que vean la voluntad del pastor de hacerlo. Si no que también es necesario que procure conocer la idiosincrasia de la gente de la que tiene que ser pastor, estudiando la historia y la cultura, en particular la historia más reciente que configura la actual realidad eclesial. Ya que para juzgar la actual realidad eclesial de una diócesis se deben conocer las causas que la condicionan, ya que su desconocimiento puede llevar al pastor a tener una percepción distorsionada de la realidad y tomar por ello decisiones erróneas. Un obispo no puede decir a sus diocesanos, “el que no siga en mi carro se quedará en la cuneta”, porque el Espíritu de Dios también se manifiesta en sus diocesanos, incluso en los más humildes. Esto era algo de lo que san Benito era profundamente sensible y así lo dejó establecido en su Regla, “Siempre que haya algún asunto importante en el monasterio, que el abad convoque toda la comunidad y exponga personalmente de que se trata. Y, después de escuchar el consejo de los hermanos, que se lo piense y haga lo que crea más conveniente. Justamente por eso debe llamarlos a todos a consejo, porque a menudo el Señor revela al más joven aquello que es mejor” (cap. III). Santa Teresa de Jesús dirá en las Constituciones a la priora “procure se amada para ser obedecida”, ciertamente que los primeros pasos que debe dar un obispo en su nueva diócesis es procurar por derroche de amor, de cercanía con los sacerdotes y laicos, ser amado. De esta forma va preparando la tierra para que cuando llegue el momento oportuno, de forma suave pero firme introduzca los remedios necesarios a las dolencias que la diócesis padezca, por ejemplo poner remedio a la costumbre generalizada de no observar una prescripción canónica, como podría ser conceder la absolución general cuando no se dan las condiciones requeridas. Si nada más llegar a una diócesis el nuevo obispo quiere conformarla de golpe al Derecho Canónico puede ponerse en contra a buena parte de la comunidad diocesana hipotecando su futura labor pastoral. Y cuando hay un rechazo del pastor por sus imprudencias, aunque lo haga con la mejor buena fe de obedecer las prescripciones del Papa, le costará sudores y lágrimas volverse hacer suya la comunidad diocesana, si es que nunca lo vuelve a conseguir. Porque antes que un jurista el obispo es un pastor y una de las cualidades esenciales que debe poseer es la prudencia. Es realmente sabio el aforismo que se atribuye a san Bernardo de Claraval: “si es santo que rece por nosotros, si es sabio que nos enseñe, si es prudente que nos gobierne”. El pastor como Cristo “no quebrará la caña cascada ni apagará la mecha que humea todavía, hasta que por fin haga triunfar la doctrina de la verdad” (Mt 12,20). Se debe aprender de la pedagogía que el Señor ha usado con nosotros, primero nos hace sentirnos amados por El sin condiciones, luego cuando ya existe una verdadera relación de amor entre nosotros y El, se inicia la purificación de todo lo que no es conforme a los designios que Dios tiene sobre cada hombre, pero lo lleva a término de forma suave, oportuna, progresiva pero firme en vistas a la configuración con El para ser hijos en el Hijo. Lo que menos puede ser un pastor es ser déspota sobre la heredad que Dios le ha confiado, como dice la carta de san Pedro: “Sed pastores del rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, gobernándolo no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelo del rebaño. Y cuando aparezca el supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se marchita” (1P 5, 2-4). Dice la Escritura: “El principio de sabiduría es temer al Señor” (Eclo 1,14), el pastor debe tener muy presente que debe dar cuenta a Dios de sus decisiones, sin olvidar nunca lo que dice el libro de la Sabiduría: “Estad atentos los que gobernáis multitudes y estáis orgullosos de la muchedumbre de vuestros pueblos. Porque del Señor habéis recibido el poder, del Altísimo, la soberanía; él examinará vuestras obras y sondeará vuestras intenciones. Sí, como ministros que sois de su reino, no habéis juzgado rectamente, ni observado la ley, ni caminado siguiendo la voluntad de Dios, terrible y repentino se presentará ante vosotros. Porque un juicio implacable espera a los que están en lo alto: al pequeño, por piedad, se le perdona, pero a los poderosos serán poderosamente examinados. Que el Señor de todos ante nadie retrocede, no hay grandeza que se le imponga; al pequeño como al grande El mismo los hizo y de todos tiene igual cuidado, pero una investigación severa aguarda a los que están en el poder. Os lo digo a vosotros, soberanos, a ver si aprendéis a ser sabios y no pecáis; a los que observan santamente su santa voluntad serán declarados santos; los que se la aprendan encontrarán quien los defienda. Ansiad, pues, mis palabras; anheladlas y recibiréis instrucción” (Sb 6, 2-11). Como decía Mons. José María Cases: “Un obispo puede en verdad hipotecar la vida de una diócesis”, pero también el obispo se hipoteca su presente, ya que no gozará ni de la paz ni del gozo que el Señor concede a los que le siguen, además su obra pastoral le acompañará por toda la eternidad, de la cual no se podrá sustraer, ya que como decía el cardenal Tarancón: “podríamos decir que la santidad y aun la misma salvación del obispo están tan íntimamente vinculadas a su diócesis y a todos y cada uno de sus fieles, que casi se confunden” . 3.3. El obispo padre y amigo de los sacerdotes El Concilio Vaticano II pide a los obispos que tengan una solicitud especial con los sacerdotes, a los que debe tener “por hijos y amigos, y, por tanto, prontos siempre a oírlos, y, fomentando la costumbre de comunicarse confidencialmente con ellos” (Ch D 16). Esta recomendación del Concilio Vaticano II, está aun más explicitada en la resolución del Concilio Provincial de la Tarraconense: “Es misión del obispo atender de forma personalizada a todos y a cada uno de sus presbíteros diocesanos. Lo hará favoreciendo encuentros con cada uno de ellos, sin esperar las situaciones difíciles o en ocasión de los nombramientos o cambios de destinación pastoral. Este contacto personalizado es especialmente importante en situación de enfermedad o de sufrimiento por algún conflicto o fracaso, y siempre que el mismo presbítero lo pida. Todas las estructuras de apoyo que se quieran crear no pueden subsistir esta atención personal del obispo, <> de sus presbiterios” (n. 151). En el Intrumentum Laboris del Sínodo de los Obispos señalará que “al obispo incumbe en primer lugar la responsabilidad de la santificación de sus presbíteros y de su formación permanente. A la luz de estas instancias espirituales actúa de manera que compromete el ministerio de los presbíteros en el modo más adecuado posible. Él debe velar cotidianamente para que todos los presbíteros sepan y adviertan concretamente que no están solos o abandonados, sino que son miembros y parte de un <<único presbiterio>>. En las respuestas a los Lineamenta se destaca el hecho de que, puesto que los sacerdotes necesitan un punto de referencia espiritual, deben encontrar en el obispo su apoyo. El obispo, como padre y pastor, expresa y promueve relaciones, tanto personales como colectivas, con sus sacerdotes al comprometerlos responsablemente en el Consejo presbiteral o en otros encuentros formativos de carácter pastoral y espiritual. Toda división entre el obispo y los presbíteros constituye un escándalo para los fieles y ello hace no creíble el anuncio; en cambio, en el signo de la fraternidad, el ejercicio de la autoridad se transforma realmente en un servicio. Además el obispo, estableciendo una profunda relación con sus presbíteros, llega a conocer sus dotes y así a cada uno podrá confiar la tarea a la que mejor se adapta (n. 88). Creo que existe una diferencia substancial en la relación que tiene un laico o un sacerdote con su obispo. Mientras que el laico en muchas ocasiones sólo necesitará que su obispo le deje fructificar los talentos que Dios le ha dado en bien de la Iglesia. En cambio un sacerdote necesita que su pastor le pregunte como le va su acción pastoral, que dificultades tiene, que le anime en las dificultades, le valore su tarea pastoral, le oriente en ella, ya que es un delegado suyo. Si el sacerdote se siente acogido, valorado y animado por su padre y pastor, junto con una vida de oración profunda, el sacerdote tendrá fuerza para evangelizar y la fortaleza para amar a sus hermanos, y así cada sacerdote podrá ser un verdadero pastor de su comunidad eclesial a él confiada, prolongando la acción pastoral encomendada al obispo, “ya que asumen parte de sus deberes y solicitud” (ChD 16). En cambio, si el obispo por muchas tareas laudables que haga, no explícita externamente su interés por la labor pastoral que lleva a término cada sacerdote, interesándose a través del diálogo por sus dificultades y sus esperanzas, el sacerdote cae en el desánimo, ya que alguno se podrá decir si a mi obispo no le interesa mi labor pastoral, menos me debe interesar a mí, ya que soy un delegado suyo y llevo a término “parte de sus deberes y solicitud” (Ch D 16). Si el pastor no manifiesta externamente un interés personal por la obra pastoral de cada sacerdote, y esta actitud se prolonga durante largo tiempo, la diócesis queda profundamente debilitada por la falta del interés pastoral de los sacerdotes hacia las comunidades que les han sido encomendadas. El sacerdote necesita ineludiblemente de esta atención paternal por parte del obispo para llevar a término con ilusión su tarea pastoral. Decía un fiel secretario de un obispo santo: <>, ya que la imposibilidad del sacerdote de hablar con su obispo puede llevar a posiciones radicalizadas. Se quejaba un sacerdote: “como no puedo hablar con mi obispo después de haberlo intentado repetidas veces no tengo más remedio que hablar con él a través de la prensa”, provocando con ello el consiguiente escándalo público. Es esencial no sólo la buena disposición del obispo a hablar con sus sacerdotes, sino que también los secretarios o secretarias deben facilitar y no dificultar este encuentro del sacerdote con su obispo. Dice el Evangelio “Al que mucho se le dio mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le pedirá” (Lc 12,48). Al obispo se le ha dado una de las mayores responsabilidades y honores que se le concede a cualquier fiel en el seno de la Iglesia, por ello el Señor le puede pedir más que a los demás, y entre otras cosas es que el obispo no puede estar apegado a nadie ni a nada, sólo buscar el bien de la diócesis con quien el Espíritu de Dios le ha desposado, y que el Padre le ha hecho partícipe de su paternidad. Por ello todo lo que impide, o quien impida que un sacerdote pueda tener contacto con su obispo es algo que debe ser remediado de forma prioritaria, ya que puede tener consecuencias nefastas, incluso llegar a la crispación entre los sacerdotes y su obispo hasta tal punto que todo lo que haga este obispo en su diócesis incluso en otras diócesis no sólo es rechazado, sino combatido por algunos de sus sacerdotes, ocasionando un escándalo mayúsculo en la sociedad a la que se debería evangelizar, “Para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,23). También otros sacerdotes se han quejado a través de la prensa del trato asiduo de su obispo con los poderosos, estando presente a su lado en multitud de celebraciones civiles, en cambio los sacerdotes, para hablar con él han de esperar mucho tiempo. Ello provoca un distanciamiento mutuo, haciendo que el trato de los sacerdotes con su obispo se reduzca prácticamente a los necesarios encuentros litúrgicos y administrativos . Había una priora de un convento que siempre tenía tiempo para atender a las visitas, pero nunca a sus hermanas de comunidad, un día en la oración comprendió del Señor: <>. De forma analógica un obispo no puede agradar al Señor si él no atiende a sus hermanos los sacerdotes. Para amar profundamente a los sacerdotes que Dios ha encomendado a cada obispo es necesario que éste interceda ante Dios por ellos. Ya que como escribía Mons. José Mendez Asensio: “Esta oración de intercesión nos ayuda a querer, a amar mucho más; porque pienso que el pastor que quiere a los hombres que el Señor le ha encomendado los está mirando desde la altura de la oración; los quiere mucho más, los ama mucho más, porque los mira con los ojos de Dios. De ordinario la monotonía de la vida puede darnos una visión de los hombres que sea tantas veces exterior, superficial. Yo, desde el puesto en que estoy, puedo mirar a mis sacerdotes con ojos muy distintos: los puedo mirar incluso con ojos superficiales, mirándolos sólo exteriormente; los puedo mirar incluso con ojos de amor propio, por aquello que ha podido herirme, por aquello que ha podido molestarme; puedo mirarlos con unos ojos de “filias” y de “fobias”, donde no puede estar el Señor. Sin embargo, cuando yo miro a esos hombres con la mirada de Dios, entonces no existen ni las “filias” ni las “fobias”, se supera el amor propio y hay una visión mucho más profunda de los hombres, de esos hombres que me están encomendados, de esos hombres de los que yo tengo que dar cuenta a Dios” . La sensibilidad hacia los sacerdotes estuvo presente en la aula sinodal del último sínodo de obispos: “<>. <>. <>” . “Este imperativo -como comentaría Jesús de las Heras, portavoz del Sínodo para la prensa en lengua castellana- se traduce a diálogo, a encuentro, a que el obispo priorice en su vida y ministerio su relación con sus sacerdotes. El obispo debe rezar, trabajar y también saber descansar con sus sacerdotes. El Seminario y la pastoral vocacional deberán ser igualmente <> y <> del obispo” . Mons. José María Cases fue admirable en su dedicación a los sacerdotes, para ellos tenía las puertas de su casa abiertas día y noche y puesta la mesa. Quería estar al lado del sacerdote siempre que sufría o estaba enfermo, lo conocían muy bien todos los hospitales y clínicas de la diócesis. Quería presidir todos los funerales de los sacerdotes; de padres, madres y hermanos de los sacerdotes; de religiosos y religiosas. Decía <>. Gozaba ordenando sacerdotes, sufría a muerte al firmar una secularización. El cardenal Vidal y Barraquer también fue admirable en su solicitud a favor de los sacerdotes en tiempos especialmente duros. El Primado de Cataluña fue uno de los que fueron salvados de una muerte segura por la guardia de la Generalitat , y para salvarle la vida le forzaron a que se exiliara, pudiendo así huir a Italia. Desde el exilio trabajó denodadamente por salvar y ayudar a los sacerdotes que sufrían persecución. Se ofreció en varias ocasiones como rehén para que liberaran a todos los presos por motivos religiosos, que al no permitírselo el Papa, hizo lo que pudo para conseguir el indulto del mayor número posible de presos. Ante los que decían que él se debía quedar al margen de la situación que vivían los sacerdotes de su archidiócesis, comprobando que los superiores de las ordenes religiosas se habían ocupado de sus súbditos, se preguntaba: “¿Es que quizás es menos estrecha la obligación que tenemos los prelados hacia nuestros sacerdotes, consagrados totalmente a la Iglesia mediante su vinculación a su respectiva diócesis, hacia nuestros seminaristas y nuestros fieles tan necesitados de auxilio y de consejo. (...)Todo lo que signifique acercarme a mis acongojados sacerdotes para sufrir con ellos, me interesa, porque su vivir en la angustia, representa para mí, una verdadera tortura, agravada por la falta de recursos y por la escasez de alimentos” . El cardenal Vidal i Barraquer llamó a todas las puertas para conseguir donativos y hacer llegar víveres a los sacerdotes reclusos o escondidos. Aprovechó toda su influencia para interesar a los cristianos a favor de sus sacerdotes, desamparados o faltos de recursos. Y eran los “suyos” no sólo los incardinados a su diócesis, sino todos los clérigos que se encontraban en circunstancias semejantes, dentro de su provincia eclesiástica. Él se interesó por todos. Ciertamente que la defensa de sus sacerdotes le acarreó muchos sufrimientos y vejaciones, pero como él decía "Si el prelado, que es su padre, no vela por ellos, ¿quién lo hará?". Pocos prelados le igualaron en celo por la suerte de sus hermanos. 3.4. El obispo padre y pastor de los sacerdotes secularizados Nos dirá el Concilio Vaticano II: “Según la Tradición, que se manifiesta especialmente en los ritos litúrgicos y en el uso de la Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, es cosa clara que por la imposición de las manos y las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el sagrado carácter, de tal manera que los Obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo”(LG 21). Como dirá Mons. Esquerda: “El Señor busca a cada persona, sin ahorrar esfuerzos ni ocasiones. Salta por encima de las costumbres y de qué dirán. Le interesa la vida de cada cual porque él es el responsable de todos ante el Padre” . Por ello Cristo, el Buen Pastor, no fue sólo a buscar una oveja descarriada como narra la parábola de la oveja perdida (Mt 18, 12-14), sino que en los momentos de noche de su Pasión, cuando se cumplió lo que El había predicho a Pedro: “Mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo” (Lc 22,31), muerto el pastor “se dispersarán las ovejas del rebaño” (Mt 26,31), y cada uno volvió a sus tareas habituales (Jn 21 2,ss), irá a buscar a cada uno de sus discípulos, cumpliendo así las Escrituras: “Yo mismo en persona buscaré mis ovejas siguiendo su rastro. Como sigue el pastor el rastro de su rebaño cuando las ovejas se le dispersan, así seguiré yo el rastro de mis ovejas y las libraré sacándolas de todos los lugares por donde se desperdigaron un día de oscuridad y nubarrones” (Ez 34,11-12). Jesucristo no quiso edificar su Iglesia sólo con Juan y algunas mujeres que le permanecieron fieles hasta la cruz. El volvió a buscar a todos los que habían sido sus discípulos y se habían dispersado en los momentos de nubarrones y oscuridad. Las palabras que pronunció en la cruz “Padre perdónalos” (Lc 23,34), se hicieron realidad palpable de una forma particular con los Doce, cuando les vuelve a reenconrtar después de su muerte, no hay reprensión alguna hacia ellos, les llama sus hermanos, el mismo Padre es su Padre, les da como regalos su paz y su gozo, les favorece en sus tareas habituales (Jn 21,6), prepara un ambiente cálido para hablarles, incluso les prepara algo para comer (Jn 9,12-14). A Pedro que le había negado repetidamente le pregunta por su amor (Jn 21, 15-17) y le vuelve a dar la misma misión que antes le había encomendado. Todo sucede muy sencillamente, muy familiarmente, tampoco los discípulos pierden el tiempo en mil excusas y explicaciones. No será sólo Pedro quien experimentará el amor y el perdón del Señor, sino también lo experimentaron los otros discípulos (cf. Mt 28, 16-20; Mc 16,14-18; Lc 24,48-49; Jn 20,22-23). El amor y perdón de Jesucristo los venció, después de recibir la fuerza del Espíritu Santo nada detendrá a los Apóstoles para cumplir todo lo que les había enseñado su Maestro y serán sus testigos por todo el mundo hasta dar su vida por El y el Evangelio. También los años del posconcilio fueron tiempos de nubarrones y de oscuridad. Algunos han afirmado que se dio la crisis religiosa más grave de la historia de la Iglesia , decenas de miles de sacerdotes y religiosos se secularizaron o se exclaustraron. Pablo VI, que afirmó: “Creemos en algo preternatural llegado al mundo precisamente para turbar, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico y para impedir que la Iglesia estallara en el himno del gozo de haber vuelto a poseer en plenitud la conciencia de sí misma” , sufrió hasta la agonía por “la infidelidad de algunos que olvidan la belleza y la gravedad de los compromisos que los unen a Cristo y a la Iglesia. Es un fenómeno que la evolución de la vida moderna acentúa y hace más doloroso todavía. ¿Cómo podríamos no sufrir ante el abandono de hijos formados en la escuela de la Iglesia de Cristo y tan amados por El, tan necesarios para el bien de la comunidad eclesiástica y de la sociedad>> (Dc 1965,586)” . Dirá Jackes Loew: “Nadie trató como Pablo VI de discernir las causas de lo que se ha llamado la crisis de identidad del sacerdote, muy anterior al Concilio. Sabe que <>; quiere aportarles <> (cf. DC 1970, 162). Lo hace, dice con afecto y fervor de espíritu pero no oculta el desconcierto que suscitan esos abandonos en la vida de toda la Iglesia en la de los demás miembros de la familia humana” . Juan Pablo II sensible también a los sacerdotes secularizados, quiso recordarles en el día en que cumplía 80 años, que hizo coincidir con el jubileo sacerdotal. En la homilía dijo: “Pienso también en los sacerdotes que, por diversas causas, no ejercen ya el sagrado ministerio, aunque continúen llevando dentro de sí mismos la especial configuración con Cristo inserta en el carácter indeleble de las sagradas Órdenes. Rezo mucho también por ellos e invito a todos a recordarles en la oración porque gracias a la dispensa regularmente obtenida mantengan vivo en sí el compromiso de la coherencia cristiana y de la comunión eclesial” . Esta sensibilidad hacia uno de los problemas más graves de todo el período postconciliar volvió a aflorar en una de las plegarias de los fieles, en la que se pidió concretamente por “los sacerdotes que han abandonado el ministerio y por los que se encuentran en dificultad o crisis de su vocación” . La secularización de miles de sacerdotes ha sido definida por el obispo José María Cases como una bomba atómica que ha caído en el seno de la Iglesia. Pero nos enseña la historia de la salvación allí donde ha abundado el mal, la debilidad, el error... puede surgir una gran abundancia de bien. Las causas de la secularización de tantos sacerdotes son diversas, entre ellas: la crisis de identidad sacerdotal promovida por diversos autores, que si bien ellos no se secularizaron, sus ideas si que llevaron a muchos sacerdotes a secularizarse. Otra causa seria una crisis de obediencia en los sacerdotes debido a una falta de fe y de humildad. La guarda del celibato sacerdotal también fue una de las causas, muchos pensaron que su vida podría realizarse mejor en el marco del matrimonio, pero para algunos la experiencia ha sido decepcionante. Otros pensaron que podrían realizarse humanamente mejor en la sociedad civil, pero muchos de los dones que el Señor les había concedido para el servicio del Reino, al apartarse de su seguimiento perdieron estos dones, un monje que destacaba por su gran talento, al exclaustrarse no pasó de ser un mediocre profesor, cumpliéndose las palabras de Jesús: “El que no permanece en mí es arrojado fuera, como los sarmientos y se seca” (Jn 15,6). Pero la principal causa de secularización es sin duda la falta de oración de los sacerdotes, como dice el P. Teobaldo animador de la Fraternità que durante años ha atendido a tantos sacerdotes secularizados o con dificultades graves vocacionales. "Muchos sacerdotes <> hasta el punto de quedar incapacitados para orar. Aunque sepan expresar conceptos excelentes sobre la oración, ellos viven en realidad lejos de Dios y de su gracia. No saben darle tiempo y atención a la vida de oración. Pasan semanas enteras sin rezar. Temen ponerse delante de la verdad de Dios, de la verdad que resuena en el silencio del corazón que reza. Parece como si estuvieran sordos a su voz, a su juicio, a su amor. Muchos sacerdotes tienen miedo a Dios. Ellos viven en una desconfianza hacia El como si Dios robara la alegría y la libertad (...). Su vacío es un hueco de fe que los lleva muy lejos del primer Amor y los hace incapaces, sí, incapaces de vivir como personas bautizadas, como hombres "sanos". Muchos sacerdotes no oyen su voz y viven lejos de su íntima presencia. Muchos sacerdotes no oyen ya las llamadas interiores a la conversión del corazón y de la mente; la gracia se hace estéril porque encuentra en ellos un misterioso cierre hacia la verdad. Para estos sacerdotes la posibilidad de salvación se aleja más y más. El misterio de su rechazo de Dios llega a ser su vida cotidiana" . Estos sacerdotes con dificultades de vocación, sufren de forma particular las tentaciones de su infidelidad en medio de la indiferencia de sus hermanos, se sienten profundamente marginados, rechazados, eludidos a causa de su debilidad, pero también del poco amor de muchos. Muchos de ellos viven el riesgo de desesperar ante la amenaza de la muerte interior, se sienten abandonados de los amigos, perturbados en su interior. Este es un testimonio del sufrimiento que experimenta un sacerdote de 48 años con graves problemas vocacionales. "Se ha apagado en mi la esperanza teologal y desgraciadamente se ha encendido en mí un principio de muerte espiritual: he perdido el sentido del amor de Dios hacia mí. Vivo con la desesperación de no poderlo encontrar ya más como el amor y la verdad en persona. ¿Cómo me podría amar aquel Dios que ve todo y que alcanza las profundidades y las raíces del hombre, aquel Dios que conoce toda mi ignominia y mis bajezas? Sin Él, es cosa definitiva e irreversible mi inmadurez como hombre y como sacerdote, mi laceración entre bien y mal, entre verdad y mentira, entre ideal y debilidad. Me siento a mí mismo una obra incompleta. Mi hambre no podrá ser saciada. Soy prisionero de la soledad y de mi vacío espiritual, de mi falta de sentido, de mi desesperanza, de la que nada me puede sustraer, ni el suicidio ni el sueño. Soy un sacerdote sin futuro, porque mi horizonte ahora es solamente mí incapacidad de saberme sin Creador. ¿Cómo podré cancelar mis no dichos a Dios? ¿Cómo se concluirá la historia de mi libertad si ya desde ahora siento la muerte como juicio y como definitiva perdición? ¿Cómo lograré superar esta profunda angustia de la separación de Dios, alimentada por la debilidad de mi alma y por la no correspondencia hacia su Amor? ¿Qué médico, podría sanarme si yo soy para mí mismo una amenaza y una mentira permanente con motivo de mi larga experiencia de debilidades? La raíz de mi desesperación está en el hecho de que la culpa ante Dios no puede ser eliminada solamente por obra del hombre. A este punto estoy ante El definitivamente hecho pedazos. <>" . A pesar de que no hayan sido fieles a Dios y a sus designios, Dios no deja de ser fiel ya que no puede negarse a sí mismo. Dios ama con amor entrañable a quienes más necesidad tienen de El, por eso ama con amor de predilección cada uno de estos sacerdotes que un día decidieron seguirlo, pero por mil circunstancias no tuvieron la suficiente fortaleza para perseverar en el ejercicio del misterio sacerdotal. Son hermanos sufrientes de Cristo y de la Iglesia, son hijos predilectos de María. Las palabras pronunciadas en el día de su ordenación sacerdotal. "Que Dios termine esta buena obra que ha iniciado en ti", y si el sacerdote se ha alejado de esta obra que Dios había iniciado en él, no por ello Dios no quiere llevarlo a término, Dios es parecido a un hombre bueno que no deja nunca de tener recursos para ayudar a los demás en cada situación que uno pueda vivir. Este amor de Dios se revela en sus obras. Su Providencia que siempre está cerca de los que sufren, ha hecho surgir en el seno de la Iglesia, ya hace más de 25 años, la Fraternità para la ayuda de los sacerdotes con dificultades en la vocación. Inicialmente se fundó en Génova, pero próximamente va abrir su sede cerca de Roma . Su origen es muy sencillo, nació acogiendo a un pobre mendigo que pedía pan en un convento de capuchinos, el superior le dio un bocadillo de queso y le preguntó quien era, y cual era su trabajo, éste le respondió: <>, de este diálogo el Señor hizo surgir el servicio de la Fraternità para ayudar a sacerdotes y religiosos secularizados o exclaustrados o que viven un momento difícil de su vocación. Durante estos 25 años de Fraternità no ha dejado de acoger a sacerdotes y religiosos con especiales dificultades vocacionales que después de muchos sufrimientos han llamado a las puertas de la Fraternità con la esperanza de volver definitivamente al primer amor y a su primer servicio. Otros son enviados por los superiores de sus institutos religiosos, cuando el religioso manifiesta crisis de identidad humana, cristiana, o religiosa, crisis de motivaciones y de perseverancia. En la vida de cada sacerdote secularizado y en el camino de la Fraternità, el P. Teobaldo descubre como desde el día 2 de agosto que por Providencia de Dios hizo nacer la Fraternità hay la presencia de María, ella la madre de Jesús sacerdote y por esto madre de todos los sacerdotes, está siempre presente en la vida, los esfuerzos, las alegrías, las esperanzas y las certezas de la Fraternità. María siempre ha estado cercana de todo sacerdote que sufre, con su corazón maternal y con su mano fuerte los acompaña y los conduce hacia la vida. Nadie había proyectado que la Fraternità fuese mariana, sino ha sido Ella misma, la Madre de Jesús, quien ha decidido residir en medio de ellos. La Fraternità es una demostración cotidiana de la presencia y del poder de María en la Iglesia, en la humanidad sufriente y en la vida de las personas consagradas . Como dice el fundador y animador de la Fraternità, el P. Teobaldo Luigi de Filippo: “En la vida de la Fraternità el Señor nos ha enseñado una verdad fundamental. "No juzgar, no condenar, y vuestro hermano vivirá". "Sí, tu hermano resucitará". “A través del respeto de sus debilidades, esperando los tiempos de Dios y de la Gracia, en la práctica de miles de pequeños gestos de amor con el empeño de ser misericordiosos con el sacerdote así como el Padre ha sido misericordioso con cada uno de nosotros, entonces el Señor nos regala siempre, antes o después, la "resurrección" humana y espiritual del hermano. El Señor nos enseña cada día que la serenidad, la perseverancia de los sacerdotes depende antes que nada de nuestras actitudes concretas de amor y que nuestro primer deber es el de no juzgar jamás, de no condenar jamás" . Desde su propia experiencia sacerdotal el P. Teobaldo testifica: "Siento que yo me podría alejar de El, pero nunca podría parar su amor hacia mí. Este anuncio salva los sacerdotes heridos en su alma. ¡Cuanta gloria y serenidad en sus mentes cuando comienzan a verse en el corazón de Dios Padre, envueltos, custodiados, defendidos y protegidos por todos los medios por su tierno amor! ¡Cuanta fuerza y perseverancia crece en ellos cuando a pesar de sus errores saben refugiarse en El como en el seno de la vida! Veinticinco años de contacto directo con el misterio de tantas almas, me han enseñado que el Padre está siempre en la historia y en el corazón del pecador y que verdaderamente El ama concretamente a cuantos más necesidad tienen de El. El aspecto más increíble de éste amor nos ha sido revelado por Jesús con aquellas sublimes palabras: "el Padre no juzga a nadie” (Jn. 5,22). Esta verdad, para mí y para tantos sacerdotes en crisis de identidad personal y de vocación, ha sido la puerta que nos ha introducido hacia una vida de serenidad y de abandono constante en El. Para muchos de nosotros esta verdad ha señalado el inicio de una vida sin inquietudes, sin extravíos, sin desesperaciones" . La reconstrucción de la propia identidad, reconstruir la unidad y la harmonía de la propia persona es una tarea muy ardua que incita a la huida. Pero la experiencia los ha convencido que solamente la oración obtiene de Dios aquello que para el hombre se le ha convertido en imposible. Por ello el P. Teobaldo varias veces al año escribe a todas las religiosas de Italia y a las monjas de contemplativas de 2170 monasterios de Europa para que oren constantemente por ellos, a la vez que las sensibiliza en la problemática de los sacerdotes y religiosos con dificultades vocacionales para que intercedan por ellos. El P. Teobaldo las anima constantemente a orar, a ofrecer sus propias vidas por la fidelidad de estos sacerdotes, ya que únicamente con la ayuda de la oración estos sacerdotes puedan comprender con pureza y verdad el misterio de sus vidas y vocación, aceptando su propia debilidad, se ofrezcan a Dios incondicionalmente, para poder acoger en sí mismos la presencia y la acción del Espíritu Santo, que les haga perseverar en su decisión de vivir santamente haciendo de su vida un don para Dios y los hombres, olvidando sus intereses personales y colocándose en la perspectiva de la vida eterna. Las contemplativas con la oración han de ser quienes con el poder de su fe, obliguen a Cristo a responder a la espera de quienes sufren, de quienes tienen miedo, de quienes no creen, y con sus oraciones imploren a Cristo resucitado para que libere a los sacerdotes que han experimentado la muerte de su alma y les dé el don de la resurrección, y pidan cada día por estos sacerdotes la gracia de la oración, la capacidad la constancia y el deseo de escuchar a Dios. Las monjas contemplativas de tantos lugares del mundo desde un amor profundo ofrecen no solo sus oraciones y sacrificios sino también sus vidas, ellas aceptan vivir en su interior los sufrimientos interiores de estos sacerdotes para que ellos puedan vivir la resurrección. Algunos testimonios de esta acogida y de esta oración son los siguientes: "Soy una novicia. Por favor, déme el nombre de un sacerdote en dificultad. Quiero ofrecer a Dios toda mi vida por su vida". O bien: "Soy una hermana anciana, enferma desde hace más que veinte años. Cada día ofrezco todos mis sufrimientos para la serenidad y la fidelidad de los sacerdotes" . También los laicos ofrecen un servicio valioso a la Fraternità, ponen a disposición de estos sacerdotes acogidos: tiempo, trabajo, dinero, oraciones y ofrecen ayuda a sus familias, así liberan a los sacerdotes de la Fraternità de muchas tareas de orden administrativo, económico, clínico... Estos sacerdotes y religiosos después de permanecer un tiempo en la Fraternità han recobrado la fuerza y la serenidad para continuar en el ministerio sacerdotal, tanto en su nación de origen como en misiones, llevando a término una preciosa labor, como aquel sacerdote que había dicho: <> pero después de caminar con ellos en la Fratenità, ha decidido dar su vida a los niños abandonados del Brasil, abriendo un centro abierto para acoger a niños y adolescentes delincuentes, pero totalmente hambrientos de amor. Algunos que se habían secularizado han conseguido de la Santa Sede poder reintegrarse al ministerio sacerdotal en una diócesis o en un Instituto religioso, llevando a término una gran obra apostólica, ya que ellos mismos han experimentado la resurrección, y renovados pueden ser portadores de vida que la comunican a los demás. Esta pequeña comunidad de la Fraternità formada por diversos sacerdotes capuchinos está llamada a ser como el grano de mostaza que debe dar mucho fruto y arraigar en toda la Iglesia universal. En cada nación, en cada región eclesiástica donde hayan sacerdotes secularizados debería existir casas de acogida, donde sacerdotes y religiosos secularizados o exclaustrados o que viven un momento difícil de su vocación, puedan rehacer su vida humana y espiritual ayudados por personas cualificadas con la colaboración de la oración de la Iglesia, sobre todo de las contemplativas, porqué un día ellos puedan ser testimonios convencidos de la misericordia de Dios y de la maternidad espiritual de la Iglesia. Si el Espíritu de Dios ha llenado de amor y sabiduría a unos frailes capuchinos, un grupo de laicos y multitud de religiosas contemplativas que no dejan de orar y ofrecer su vida para ellos. Con mucho más motivo el Espíritu Santo ha de llenar de amor a los obispos, para qué se interesen y ayuden eficazmente a la recuperación espiritual y humana de los sacerdotes secularizados, ya que en la consagración episcopal el Espíritu de Dios ha dado a los obispos una relación no sólo fraternal, sino también paternal con cada uno de los sacerdotes ordenados ejerzan o no el ministerio sacerdotal. La Iglesia no sólo ha de atender a los sacerdotes secularizados en su aspecto material, sino que sobre todo ha de ayudarles en su reconstrucción humana y espiritual. Así como en muchos lugares el episcopado ha tomado como suyas obras de reinserción de drogadictos, para ayudarlos en su reconstrucción humana dotando de recursos materiales y humanos a estos centros para llevar a término esta misión. Con mucho más motivo la Iglesia de cada diócesis o grupo de diócesis ha de poner medios humanos y materiales para la ayuda de sacerdotes en especiales dificultades vocacionales o secularizados, si la Iglesia los atiende es por seguir el ejemplo de Cristo que atendió a los más pobres y desvalidos, pero ella no tiene una responsabilidad directa sobre la drogadicción de unos individuos, y ello es prioritariamente responsabilidad de la sociedad. En cambio en los sacerdotes secularizados se pueden encontrar muchas causas directas en que la Iglesia es responsable. Entre ellas se pueden señalar: estos jóvenes que un día dejaron su familia con la ilusión de ser sacerdotes, en el seminario ¿los formadores que encontraron eran los más aptos para formarles espiritualmente?; ¿les enseñaron a ser hombres de una vida de oración profunda?; ¿les enseñaron a defenderse de las pruebas espirituales y de las tentaciones?; ¿la formación teológica que recibieron les ayudó a crecer en la fe?; ¿las ideas que circulaban en las facultades de Teología y los seminarios ayudaron a afianzar la vocación sacerdotal sobre bases sólidas?; ¿se sintieron acogidos y amados profundamente por sus formadores y pastores?; una vez ordenados sacerdotes ¿se los ayudó en su ministerio sacerdotal?, ¿encontraron sacerdotes que los acogieran verdaderamente?; ¿en el momento de crisis tuvieron la ayuda que necesitaron?... Éstas son algunas de la muchas preguntas que la Iglesia se podría formular, en primer lugar para pedir perdón a Dios por no haber sabido acoger y formar bien las vocaciones sacerdotales que El les ha dado. Pero no hay suficiente con pedir perdón, hace falta convertirse y poner las bases institucionales para prevenir que en un futuro no vuelva a suceder o lo menos posible. Para prevenir la secularización de sacerdotes hace falta una acción conjunta que tenga en cuenta todo el proceso de nacimiento, desarrollo de una vocación sacerdotal. Para los momentos de crisis hacen falta estas casas de acogida, semejantes a la Fraternità que la Providencia de Dios ha hecho surgir en la Iglesia para ayudar a retornar a la vida a tantos sacerdotes secularizados que viven en peligro de desesperarse y de perderse eternamente. La Fraternità animada por el P. capuchino Teobaldo de Filippo, ha acogido y ayudado a lo largo de 25 años a más de 700 sacerdotes y religiosos en dificultad por crisis de identidad y de fidelidad, de los cuales 439 han retornado al ministerio sacerdotal o a la vida religiosa. Pero la obra del P. Teobaldo es una gota en el océano, ya que los sacerdotes secularizados que actualmente viven en el mundo son cerca de 50.0000. Algunos de ellos viven en situaciones degradantes para la vida humana, otros con el miedo a la condenación eterna.... Si la Iglesia tanto en las diócesis como en los Institutos Religiosos hay una acogida verdadera y una ayuda eficaz hacia aquellos que un día Dios los llamó a la vida sacerdotal o religiosa, juntamente con la oración de las contemplativas se podrá ver palpablemente como el Espíritu de Dios obra maravillas semejantes a la visión del profeta Ezequiel sobre los huesos, que pueden simbolizar tanta potencialidad y posibilidades escondidas en cada uno de estos sacerdotes secularizados y religiosos-as exclaustrados, que pueden decir "nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha desvanecido; para nosotros todo ha acabado" (Ez 37,11). Pero es Dios quien los quiere resucitar, testimonio son las experiencias vividas por tantos sacerdotes acogidos en la Fraternità, y es Dios mismo quien quiere hacer maravillas, pero hace falta que cada uno desde sus posibilidades colabore, ¿quien puede decir que en parecidas circunstancias no haya hecho igual o peor? Dios se complace en el pobre y en el abatido y los que ahora hoy son un desierto de vida espiritual, mañana pueden surgir grandes santos que renueven la Iglesia. 4. EL OBISPO ESPOSO DE LA IGLESIA No existe únicamente la dimensión del alma bautizada que se desposa con Cristo, sino que como dirá L. Trujillo: “La ordenación sacerdotal –acto sacramental- (...) No es la transmisión de un poder espiritual, sino la modificación de las relaciones profundas de un sujeto bautizado. Es, pues, creación de algo nuevo, en tres direcciones: elección, respuesta y unción” . En la que el obispo que tiene en él la plenitud del sacerdocio, se configura con Cristo esposo de la Iglesia. Esta vivencia del sacerdote como esposo de la Iglesia ha sido vivida místicamente por el beato Francisco Palau. Como ya se ha dicho la relación esponsal y paternal respecto a la Iglesia vivida por el Beato Francisco Palau tiene su raíz en el sacramento del Orden. Él mismo lo dirá explícitamente: “Los sacerdotes todos en el día de la Ordenación son entregados a mí (la Iglesia) por mí Padre celestial. El sacerdote sea cual fuere su graduación y su dignidad, es desde el día de la Ordenación esposo mío”(MR 18,5). El obispo con más plenitud está destinado a vivir y gozar de esta experiencia eclesial por haberle sido conferido en la consagración episcopal “la plenitud del sacramento del Orden” (LG 21). La Tradición de la Iglesia subraya que el presbítero y sobre todo el obispo, representa a Cristo esposo ante la Iglesia esposa. Si bien es en el obispo en quien se acentúa más este aspecto hasta llegar afirmar que se desposa con la Iglesia particular o Diócesis . Pero para comprender mejor el significado del obispo como esposo de la Iglesia es necesario profundizar en la revelación Bíblica, en la que Dios es el esposo del pueblo de Israel y de Cristo como esposo de la Iglesia. 4.1. Dios esposo del pueblo de Israel Dios no se revela solamente en su nombre misterioso: ”Soy el que soy” (Ex 3,14). Otros nombres sacados de la realidad cotidiana de la vida expresan las relaciones que Dios establece con su pueblo: el de pastor, de padre y también de esposo (Is 54,5). Los grandes profetas utilizarán el simbolismo matrimonial, ya que es la realidad humana que mejor puede expresar la alianza de Dios con su pueblo. El Dios de Israel es esposo no de la tierra, sino del pueblo. El amor que los une tiene una historia donde la fidelidad y el amor misericordioso de Dios triunfa sobre la infidelidad del pueblo. El primer profeta que hablará de esto será Oseas, que tomó conciencia de su valor simbólico a través de su dolorosa experiencia conyugal. Oseas se casa con una mujer que ama y le ha dado hijos, pero ésta la abandona para entregarse a la prostitución de un templo. El profeta no consigue olvidar a su mujer, y si ésta no cambia de conducta, Oseas tendrá que pasar de un amor ofendido a un amor comprensivo y generoso. Él no se vengará del amor infiel de su esposa, sino que la rescatará y la conducirá de nuevo a su casa. Después de un tiempo de austeridad y prueba, la preparará para que pueda volver de nuevo a ocupar su lugar en el hogar (Os 1-3). En esta experiencia conyugal, Oseas descubre el misterio del amor de Dios que se une con alianza al pueblo Israel y como este es infiel a ella. Por ello la idolatría del pueblo de Israel no es sólo el pecado, es un adulterio, el de la esposa colmada de bienes, que se olvida de todo lo que ha recibido. La ira de Dios es la de un esposo, que castigando a su esposa infiel, quiere hacerla retornar al buen camino y hacerla de nuevo digna de su amor. La alianza en Oseas y los otros profetas no es un pacto social, sino que tiene un carácter nupcial, con todo lo que implica de intimidad y exclusividad. Por ello Israel volverá a cruzar el desierto (Os 2,16s) allí Dios le hablará al corazón, para indicar la intimidad de la relación. Entonces "sucederá aquel día (oráculo de Yahveh), que ella me llamará: <>, no me llamará más: <>" (Os 2,18) para significar que la nueva relación entre Dios y su pueblo ya no será de subordinación sino de intimidad. Los nuevos esponsales prepararán las nupcias entre Dios y una joven virgen, expresando que Dios ha olvidado todo el pasado de su pueblo. Si Oseas pagó bienes materiales para rescatar a su mujer, en este nuevo casamiento, Dios no ofrecerá bienes materiales, sino disposiciones interiores que prepararán la alianza del corazón. "Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a Yahveh" (Os 2,21-22). El pueblo purificado conocerá a su esposo y su fidelidad (Os 2,22). Jeremias, el heredero espiritual de Oseas, resume el simbolismo nupcial en imágenes expresivas de adulterio y de amor eterno de Dios hacia su pueblo. "De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada. Consagrado a Yahveh estaba Israel, primicias de su cosecha" (Jr 2,2-3). Dios se queja de la infidelidad del pueblo de Israel "¿Qué encontraban vuestros padres en mí de torcido, que se alejaron de mi vera, y yendo en pos de la Vanidad se hicieron vanos? Oh tú que rompiste desde siempre el yugo, y sacudiendo las conyundas, decías: <<¡No serviré!>>, tú, que sobre todo otero prominente y bajo todo árbol frondoso estabas yaciendo, prostituta" (Jr 2,5.20). Pero Dios dirá al pueblo a través de Jeremias: "Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti" (Jr 31,3). Ezequiel cuando hablará de esta relación esponsal entre Dios y su pueblo, lo hará por medio de la alegoría de una niña abandonada, que su salvador la toma por esposa, y después de haberla educado y llenado de riquezas, ésta se prostituye y va detrás de cualquier amante (cf. Ez 16, 1-43). Pero Dios seguirá siendo fiel por ello le dirá a Israel: "Yo haré contigo como has hecho tú, que menospreciaste el juramento, rompiendo la alianza. Pero yo me acordaré de mi alianza contigo en los días de tu juventud, y estableceré en tu favor una alianza eterna" (Ez 16,59-60). En el libro de la Consolación, el profeta habla al pueblo de Israel que ha vuelto del exilio, a éste el sufrimiento lo ha purificado, lo ha transformado profundamente y lo ha renovado. En este contexto el profeta muestra hasta donde llega el amor de Dios por su pueblo. "No temas, que no te avergonzarás. Porque tu esposo es tu Hacedor, Yahveh Sebaot es su nombre, y el que te rescata, el Santo de Israel. <>; y la mujer de la juventud ¿es repudiada? Por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido" (Is 54, 4-8). "No se dirá de ti jamás <>... A ti te dirán <> y a tu tierra, <>, porqué el Señor te amará, y tendrá marido tu tierra. Y con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu Dios" (Is 62,4-5). La función de Israel será procrear hijos a Yahveh: "crecerá de derecha a izquierda, tus hijos heredarán otras naciones". Se convertirá en la esposa universal, y su esposo es "el Dios de toda la tierra" (Is 54,5). La relación de Dios con su pueblo tal como la presentan los profetas es el amor del esposo, un amor insondable y eterno, de una fidelidad y de una ternura inagotable. Un Dios que a pesar de la infidelidad del pueblo, busca con pasión a su esposa, la perdona y vuelve a renovar la alianza matrimonial con ella. El poema de amor del Cantar de los Cantares ha sido interpretado por algunos como el amor de Dios hacia su pueblo, y su amor es fuerte como la misma muerte, incluso si volviese el caos originario, el amor subsistiría (Ct 8 5-7). Los profetas ponen de relieve el amor divino, en cambio la meditación de los sabios subrayan el carácter personal y interior de la unión realizada por este amor. Dios comunica al fiel una sabiduría que es su hija (Pr 8,22) y se comporta con ella como un esposo con su esposa (Sir 15,2). Por ello la Sabiduría se convertirá en la esposa ideal para el sabio. "Yo amé la sabiduría y la pretendí desde mi juventud; me esforcé para hacerla esposa mía y llegué a ser un apasionado de su belleza. Decidí pues, tomarla por compañera de mi vida, sabiendo que me sería una consejera para el bien y un aliento en las preocupaciones y penas" (Sb 8, 2.9).ç El simbolismo conyugal de los profetas y del Cantar de los Cantares es en el libro de la Sabiduría un simbolismo totalmente espiritual. Así se prepara la revelación del misterio, por el cual se consumará la unión del hombre con Dios: la encarnación de quien es la sabiduría de Dios y las nupcias con la Iglesia su esposa. 4.2. Cristo esposo de la Iglesia En los Evangelios sinópticos Jesús se da sí mismo el nombre de <>, se identifica así con Yahveh el Esposo de Israel (Mt 9, 15). La era mesiánica inaugurada por Jesús es la era de las nupcias (Mt 22, 1-14). La palabra <> es la que mejor define el puesto de Cristo en la historia de la Salvación. Toda su vida es un tiempo de bodas. Jesús presenta el reino de Dios con categorías esponsales. Él es el esposo, cuya presencia llena de alegría (Jn 3,29). El reino de Dios es un misterio nupcial (Mt 9, 15). Es un banquete de bodas (Mt 11,1-14). En las bodas de Caná Jesús toma el lugar del esposo y ofrece (en las ánforas que representan a la antigua alianza) el vino sobreabundante, signo de la nueva alianza (Jn 2, 1-11). Las nupcias escatológicas aparecen realizadas en la Encarnación del Verbo que, al asumir la “carne” sella una alianza indisoluble con la naturaleza humana, acontecimiento que tan bellamente está descrito en el poema <> de san Juan de la Cruz: “Ya que era llegado el tiempo en que de nacer había, así como desposado, de su tálamo salía abrazado con su esposa, que en sus brazos la traía, (...) y la Madre estaba en pasmo de que tal trueque veía: el llanto de el hombre en Dios y en el hombre la alegría, lo cual de el uno y de el otro tan ajeno ser solía” Juan el Bautista al dar testimonio de que Jesús es el Mesías, también le reconoce como el Esposo: “El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que el crezca y que yo disminuya”(Jn 3, 29). Cabodevilla describirá en su libro Cristo Vivo las etapas por las que pasará la Iglesia en el plan divino de salvación: “Nuestro Señor desde siempre había elegido por esposa a su Iglesia, cuya existencia empezó, en cierto sentido, cuando empezaron las almas justas. Pero esta esposa era muy niña, y los tratos, regalos y caricias que el Esposo le dispensaba eran como a una niña no casadera, sin entendimiento aún. Tres fases es dado observar en el crecimiento de esta doncellica: tiempo de <>, tiempo de <> y tiempo de <>. Conforme la muchacha iba haciéndose mujer, así fueron las maneras que con ella usó el Esposo. Al llegar la encarnación fueron celebradas las bodas y consumado el enlace, que se hará para todos los elegidos perfecto y pleno cuando todos ellos se hayan incorporado a la gloria de la carne transfigurada del Verbo, al final de los siglos” . Este mismo autor presentará como los tres misterios de la Manifestación del Señor expresan el simbolismo nupcial de la Iglesia como esposa de Cristo: “En la Epifanía, los presentes que los Reyes ofrecen significan la dote. Caná es el convite nupcial. Y, en medio el bautismo de Cristo –la Iglesia fue bautizada en su Cabeza- alude al baño preparatorio. <>” (Ef 5, 25-26) . Cristo es el novio perpetuo que ama a su prometida, que la limpia en el baño de agua –el bautismo- y mediante la palabra de vida, la hace siempre santa e inmaculada. Dirá Juan Pablo II: “La Iglesia es, desde luego, el cuerpo en el que está presente y operante Cristo Cabeza, pero es también la Esposa que nace, como nueva Eva, del costado abierto del Redentor en la Cruz; por esto Cristo está <> de la Iglesia, <> (Ef 5,29) mediante la entrega de su vida por ella” . El es el nuevo Adán que santifica en la cruz a la nueva Eva; ésta sale de su costado, simbolizada por el agua y la sangre de los sacramentos de la Iglesia (Jn 19,34; Cf. 1Jn 5,6). Por el bautismo los nuevos miembros quedan incorporados a Cristo, y por la Eucaristía Cristo continúa su entrega esponsal a la Iglesia. El sacrificio eucarístico es “la copa de bodas de esta nueva y definitiva alianza o pacto esponsal, va a ser el sufrimiento de la pasión y muerte. Y Cristo quiere que este pacto quede perpetuamente bajo signos eucarísticos en la Iglesia. La Iglesia celebra siempre estas bodas del esposo, para desposarse todos los días con el <>: Cristo sacerdote. Por esto la Iglesia recibe la dote del esposo: es un pueblo sacerdotal” . Respecto a la Eucaristía como sacramento del Esposo, dirá Juan Pablo II: “La Eucaristía hace presente y realiza de nuevo, de modo sacramental, el acto redentor de Cristo, que <> la Iglesia, su cuerpo. Cristo está unido a este <>, como el esposo a la esposa. En este <> de Cristo y de la Iglesia se introduce la perenne <>, constituida desde el <> entre el hombre y la mujer” . A estas nupcias entre El y la Iglesia, Cristo invita a toda la humanidad, en primer lugar a su pueblo (Mt 22,1-10), pero para entrar en ellas no sólo se ha de responder a la invitación, sino que hay que vestirse el vestido nupcial (Mt 22, 11ss). Este vestido nupcial en parte es obra del Señor que embellece a su Esposa con sus méritos y sus dones, en parte correspondencia de la misma en acoger estos dones y hacerlos fructificar en buenas obras. Pero hasta el final de la historia no quedará terminada la túnica nupcial de la esposa, túnica de lino de una blancura resplandeciente, tejida por las buenas acciones de los fieles. Los que tienen la dicha de ser invitados aguardan con gozo y alabanza las nupcias del Cordero (Ap 19,9) con la humanidad, purificada de sus culpas por la sangre del Cordero, que es la “Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajada del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo” (Ap 21,2). El Esposo responderá finalmente a la llamada que su Espíritu inspira a su esposa: “¡Ven! Señor Jesús” (Ap 22,20) . Y colmará la sed de todos los que como ella y en ella, desean esta unión con su amor y con su vida. Jesús concibe el Reino de Dios como unas bodas orientales que nunca se acaban, El es el novio y los discípulos los amigos del esposo. “Por ventura podéis hacer ayunar a los amigos del novio mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán” (Lc 5, 34-35). Como muy bien comenta Josep Rius Camps: “El ayuno, como las otras prácticas ascéticas, es un signo de muerte no de vida. Jesús no concibe el reino como una funeraria, ni tampoco a Dios como un Dios de muertos y panteones. Sólo, como señal de duelo y de respeto, los días en que los portadores de muerte se lleven al novio, porque les molesta que crea tanta vida y alegría entre los suyos” . Pero la alegría volverá a sus discípulos con la Resurrección de su Maestro, “y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16, 22). Jesús que hacía distinción al hablar de “mi Padre” y vuestro Padre (Jn 20,17). Pero con la venida del Espíritu los discípulos invocaran a Dios con la misma familiaridad con que Jesús invocaba a su Padre, “la prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre!” (Ga 4,6). De la misma forma que durante la vida terrena de Jesús los Doce son los amigos del Esposo que se alegran de la alegría del Novio, una vez iniciado el tiempo de la Iglesia, habrá una progresión en su identificación con Cristo, ya no serán los amigos del Esposo, sino que participarán en ser esposos en el Esposo de la Iglesia que es Cristo. Dirá Cabodevilla: “Para Pablo, la unión conyugal no sirve sólo como ilustración del amor que se tiene Cristo y su Esposa; vale también para significar cómo todo aquello que era propio de Cristo ha pasado a ser también posesión de la Iglesia, hasta el punto de constituir ambos un sujeto único de atribución, pues ya la vida es común a entreambos, y la Esposa, que ha perdido ya el apellido de su casa nativa, goza ahora de la personalidad de su Esposo. La caridad de Cristo bulle en el pecho del cristiano (2 Cor 5,14) y son comunes los sufrimientos del Señor (2Cor 1,5; Gál 6,17; Flp 3,10; Col 1,24)” . Pero lo que no es intercambiable es el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial que difiriere de éste no sólo en grado sino también en esencia (Cf. LG 10). Ya que el sacerdote ministro es signo personal de Cristo Cabeza, Sacerdote y Buen Pastor (cf. PO 2,6,12). Los sacerdotes, <>, sino que además tiene lugar el rito de los desposorios del obispo con su Iglesia de la cual toma la responsabilidad; sin embargo, de la misma manera que Maria estaba desposada con José, pero no fue fecundada por él, (así como dirá San Ambrosio) <>” . Estos rasgos de la Tradición de la Iglesia del obispo o sacerdote como representantes de Cristo esposo de la Iglesia son recogidos por Juan Pablo II en su exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis: “El sacerdote está llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia. Ciertamente es siempre parte de la comunidad a la que pertenece como creyente, junto con los otros hermanos y hermanas convocados por el Espíritu, pero en virtud de su configuración con Cristo Cabeza y Pastor se encuentra en esta situación esponsal ante la comunidad. <>. Por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa (n. 22). 4.4.El obispo esposo de la Iglesia en la liturgia de la consagración episcopal En la celebración litúrgica de la consagración episcopal después que el nuevo obispo es ungido con el santo crisma, se le ha entregado el libro de los Evangelios , el consagrante principal pone el anillo en el dedo anular de la mano derecha del ordenado y le dice: “Recibe este anillo, signo de fidelidad, y permanece fiel a la Iglesia, esposa santa de Dios” . En el “Instrumentum Laboris” del sínodo de los obispos sobre el episcopado se hace referencia al anillo que recibe el obispo en el día de su consagración como “símbolo de la fidelidad, en la integridad de la fe y en la pureza de la vida, hacia la Iglesia, que él debe custodiar como esposa de Cristo” (n.41). El Cardenal José Humberto Quintero, que tuvo que pronunciar la homilía como consagrante principal en distintas ordenaciones episcopales, profundiza en el simbolismo del anillo que recibe el obispo en el día de su consagración episcopal: “Luego el Pontífice bendice el anillo pastoral y lo coloca en el dedo del consagrado, al mismo tiempo que lo amonesta para que, <>. Un instante hace que le fue confiado el báculo, símbolo de la jurisdicción. Al decorarlo ahora con el anillo, delicadamente se le inculca la manera como ha de usar de ese poder. De todos los amores que nacen en corazón de hombre, el más fuerte es el de esposos. En la mañana de la historia universal, ante Dios mismo que le presentaba la primera mujer recién salida de las manos creadoras, el progenitor de la humanidad exclamó: <>. Espiritual esposa del Obispo en su diócesis: a ella, por tanto, ha de profesarle amor máximo. Todos los otros afectos, aun aquellos que se basan en la sangre, ha de sacrificarlos a este amor. En testimonio de este desprendimiento completo de cualquier otro ligamen, se estableció aquella elocuente e inmemorial costumbre de omitir los Obispos, especialmente los residenciales, su apellido de familia al estampar sus firmas, para escribir en vez de ese patronímico el nombre de su Iglesia” . De forma muy catequética Juan Pablo II explicó a unos niños de una parroquia romana el significado del anillo que lleva el en su mano: “Algunos de vosotros besabais mi anillo, este anillo es significativo. El anillo significa fidelidad. Vuestros pares llevan anillos como señal de fidelidad en el matrimonio y a la familia. ¿Por qué el Papa y los obispos llevan anillo?, porque están desposados con la Iglesia. Yo llevo mi anillo como desposado con la Iglesia de Roma y debo ser un esposo fiel. Cuando llevo el anillo debo preguntarme siempre si soy fiel, si hago todo por esta mi Iglesia esposa, por todos los fieles, por todas las parroquias, por todos los ancianos, por todos los enfermos, los jóvenes, las familias, por todos los que van a nacer...” Existe una estrecha vinculación entre el ser esposo y padre de la Iglesia: “Por virtud del sagrado desposorio con ella (la Iglesia), el Prelado se convierte en verdadero padre espiritual de todos sus diocesanos y con solícito cariño de padre deberá ejercer la jurisdicción que tiene sobre ellos. He ahí el profundo significado de ese anillo pastoral que orna la mano del Obispo: cuando besamos ese anillo, reconocemos esa paternidad espiritual y rendimos homenaje de hijos al jefe de la familia cristiana” . Por ello el amor con que el obispo servirá a su grey tendrá características esponsales y paternales, tal como Juan Pablo II expone en Pastores Dabo Vobis: “Está llamado –el sacerdote- a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa. Su vida debe estar iluminada y orientada también por este rasgo esponsal, que le pide ser testigo del amor de Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de <> divino (cf. 2 Cor 11,2), con una ternura que incluso asume matices del cariño materno, capaz de hacerse cargo de los <> hasta que <> en los fieles (cf. Gal 4,19)” (n. 22). Si el báculo es símbolo del oficio del Buen Pastor, que cuida y guía con solicitud el rebaño a él confiado por el Espíritu Santo, el anillo significa el sello de la fidelidad al servicio de la Esposa de Cristo, la Iglesia. El obispo consagrado está pues, constituido como representante de Dios, Esposo de la Iglesia. Pero esta metáfora del esposo se halla indisolublemente ligada a la idea de <>, ya que el rito de la consagración da al elegido cierto <> espiritual en relación con el pueblo de Dios que le ha sido confiado . De la relación del obispo como esposo y jefe de la Iglesia particular habla el Cardenal Enrique Tarancón basándose en las enseñanzas de santo Tomás de Aquino: “El obispo es el único que posee, dentro de su iglesia diocesana, la genuina y plena representación de Cristo, entre todos los sacerdotes, como dice santo Tomás. <>” . El obispo aunque encarna a Cristo esposo, es también el Bautista, que no se queda con la esposa del Amigo, sino que es consciente de que él como otro Cristo debe alimentar la esposa, la debe embellecer con la palabra, los sacramentos, para luego retornarla a Cristo, a ser posible mucho más bella a como la recibió, para ir preparando a la Iglesia para los desposorios con Cristo en la Parusia. <>” . Para que la Iglesia pueda refulgir en su belleza, el obispo debe acoger los distintos carismas que el Espíritu Santo derrama para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, con espíritu de gratitud, así lo recomienda vivamente el Vaticano II: “Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia” (LG 12). Por ello pondrá sumo cuidado en discernir la autenticidad de dichos carismas, y ante todo le compete “<>(1Tes 2,5)” (LG 12). De esta forma con el ejercicio del discernimiento de carismas que el obispo tiene en su Iglesia particular, y promoviendo la vida de caridad fraterna en la diócesis, colaborará a que la Iglesia esté preparada para las bodas con Cristo revestida de “finísimo lino, resplandeciente y puro; porque el lino significa las buenas obras de los santos” (Ap 19,8). 4.5. El celibato del obispo El Directorio pastoral Ecclesiae imago hará referencia que entre las virtudes necesarias en un obispo está la perfecta continencia por amor del Reino, además de la pobreza, de la prudencia pastoral y de la fortaleza . La continencia perfecta por Cristo y la Buena Nueva del Evangelio (Mc 10, 29), adquiere en el obispo una exigencia mucho más radical, debido a la vinculación profunda y irrevocable del obispo con la Iglesia, ya que es el mayor representante de Cristo, célibe y casto por el Reino de los cielos . “El obispo ha de guardar el celibato, no es primariamente para representar y realizar el amor sin reservas que la Iglesia ha de profesar a Cristo, su salvador, sino a fin de imitar el amor del Padre y el de Cristo, soberano sacerdote para con la Iglesia. El obispo es, en efecto <> cabeza y esposo de la Iglesia. Tal es el sentido de la fórmula del Pontifical: <>” . “La unión del obispo con la Iglesia, y con la Iglesia particular, tiene un carácter solemne y en si irrevocable; es el fruto y la expresión de un amor total. Por esto excluye los desposorios humanos. De esta unión nace <> y por esto excluye la generación carnal” . Juan Crisóstomo insistirá también en la pureza que el obispo y el sacerdote deben tener en razón del alto ministerio que deben ejercer en el sacrificio eucarístico: “Mas ¿en qué orden y jerarquía pondremos, dime, al sacerdote, cuando invoca al Espíritu Santo y realiza aquel tremendo sacrificio y toca continuamente al Señor universal de todos? ¿Qué pureza, qué reverencia no exigiremos de él? Considera en efecto qué tales hayan de ser las manos que administran estos misterios y la lengua que pronuncia aquellas palabras, que pureza y santidad no haya de superar la santidad del alma que en sí recibe a tan soberano espíritu. En este momento, hasta los ángeles rodean al sacerdote y toda jerarquía de las celestes potestades clama y de ellas se llena el lugar que rodea el altar para gloria del que allí está puesto (...) Y otro me contó (...) que le fue concedido ver y oír él mismo, cómo a los que están para salir de este mundo, si con pura conciencia han tomado parte en los misterios de la Eucaristía cuando están a punto de expirar, los ángeles les hacen la guardia por reverencia de Aquel a quien han recibido y los trasladan de la tierra al cielo” (VI, 4). Al sacerdote y mucho más al obispo en razón de la plenitud del ministerio sacerdotal se le exige una gran pureza de espíritu, de ello se hace eco san Juan Crisóstomo en su Tratado sobre el Sacerdocio. “El sacerdote ha de poseer un alma más pura que los rayos mismos del sol, a fin de que nunca le abandone el Espíritu Santo y pueda decir: <> (Gal 2,20). (...) Pues ¿qué tan grande crees habrá de ser la fuerza y esfuerzo que necesita el sacerdote para arrancar su alma de toda impureza y conservar incontaminada la hermosura de su espíritu? Y es así que mucha mayor pureza se exige del sacerdote que del monje. Y es el caso que a quien mayor se le exige, está expuesto a mayores riesgos en que forzosamente la manchará, si con asidua vigilancia y fervor extraordinario no hace su alma inaccesible a ellos” (VI 2). El obispo a quien “le es conferida la plenitud del sacramento del orden” (LG 21) recibe en la consagración episcopal, la gracia de ser fiel a la Iglesia con la que se desposa y el anillo le recuerda la fidelidad inquebrantable que debe a la Iglesia particular con la que el Espíritu Santo le ha desposado. Ciertamente que en algunos momentos la vivencia del celibato sacerdotal puede ser duro, muy duro, por ello el obispo Pedro Casaldáliga avisará previamente a unos muchachos que aspiraban a ser célibes: “Será una paz armada, compañeros, será toda la vida esta batalla; que el cráter de la carne sólo calla cuando la muerte acalla sus braseros. Sin lumbre en el hogar y el sueño mudo, sin hijos las rodillas y la boca, a veces sentiréis que el hielo os toca, la soledad os besará a menudo. No es que dejéis el corazón sin bodas. Habréis de amarlo todo, todos, todas, discípulos de Aquel que amó primero. Perdida por el Reino y conquistada, será una paz tan libre como armada, será el Amor amado a cuerpo entero . Juan Pablo II en la homilía del jubileo de los obispos dijo: “Amadísimos hermanos: rodeados por tan ingente nube de espectadores (cf. Hb 12,1), renovemos nuestra respuesta al don de Dios recibido con la ordenación episcopal. <>” . Pero esta ingente nube de testigos de la fe no son meros espectadores de las luchas que el obispo o el sacerdote sostienen para ser fieles a la castidad prometida a su Señor, sino como dice santa Teresa “están con El, rogándole por nosotros todos para nuestro provecho, porque están llenos de caridad” (C 28,13). Ello lo experimentó san Antonio Maria Claret que, además de fundador, fue arzobispo de Cuba. Nos dice en su Autobiografía: “Cuando estudiaba en Vic el segundo año de filosofía, me sucedió lo siguiente (...) experimenté una tentación muy terrible. Acudía a María Santísima; invocaba al Angel santo de mi guarda; rogaba a los santos de mi nombre y de mi especial devoción; me esforzaba en fijar la atención en objetos indiferentes para distraerme y así desvanecerme y olvidar la tentación; me signaba la frente, a fin que el Señor me librara de malos pensamientos. Pero todo en vano. Finalmente, me volví del otro lado de la cama para ver si así se desvanecía la tentación, cuando he aquí que se presenta María Santísima, hermosísima y graciosísima (...) me veía yo mismo, como un niño blanco hermosísimo, arrodillado y con las manos juntas; yo no perdía de vista a la Virgen Santísima, en quien tenía fijos mis ojos, y me acuerdo bien que tuve este pensamiento: <<¡Ay! Es mujer y no te da ningún mal pensamiento; antes bien, te los ha quitado todos>>. La Santísima Virgen me dirigió la palabra y me dijo: <>. Yo estaba tan preocupado, que no acertaba decirle ni una palabra. Y vi que la Santísima Virgen me ponía en la cabeza la corona de rosas que tenía en la mano derecha (además de la guirnalda, también de rosas, que tenía entre sus brazos y lado derecho). Yo mismo me veía coronado de rosas, en aquel niño, ni después de esto dije ninguna palabra. Vi, además, un grupo de Santos que estaban a su mano derecho, en ademán de orar; no les conocí; sólo uno me pareció San Esteban. Yo creí entonces, y aun ahora estoy en esto, que aquellos Santos eran mis Patronos, que rogaban e intercedían por mí para que no cayera en la tentación. (...) Yo sé de fijo que no dormía, ni padecía vahídos de cabeza, ni otra cosa que pudiese producir una ilusión semejante. Lo que me hizo creer que fue una realidad y una especial gracia de María es que en el instante mismo quedé libre de la tentación y por muchos años estuve sin ninguna tentación contra la castidad, y si después ha venido alguna, ha sido tan insignificante, que ni merece el nombre de tentación. ¡Gloria a María! ¡Victoria de María!...” . No sólo la Iglesia celestial ora por la fidelidad de los sacerdotes y obispos, sino también la Iglesia militante. Sobre todo son miles las mujeres consagradas que el Espíritu Santo derrama en ellas el carisma de orar y sacrificarse constantemente por la santidad de los sacerdotes, Catalina de Siena, Teresa de Jesús, Teresa del Niño Jesús, María Benedicta Daiber son un ejemplo de ello. La Reforma Teresiana, la orden contemplativa más numerosa de la Iglesia nació para orar “por los que son defensores de la Iglesia, y predicadores y letrados que la defienden” (C 1,2). En el Monte Athos se venera un icono de María, alrededor de su figura está rodeada de multitud de ojos, simbolizando las multitudes de todo el mundo que tienen sus ojos fijos en ella. De la misma forma son miles las mujeres consagradas a Dios que tienen constantemente los ojos de su corazón puestos en los sacerdotes y en los obispos, oran y se sacrifican por ellos, este es su principal servicio en la Iglesia. Mons. Kétteler experimentó vivencialmente la eficacia de esta oración. Este obispo, gran apóstol de los obreros “campeón” de la Iglesia alemana en tiempos de persecución, un día en la capilla de unas religiosas, reconoce en el rostro de una anciana religiosa unas facciones vistas antiguamente en circunstancias bien diversas y extrañas. Al irse a despedir, las religiosas acudieron en demanda de unas palabras y una bendición de aquel obispo ejemplar. “-Yo diría que no están todas, sugirió el obispo a la madre superiora. Ella le dijo que sólo faltaba la hermana cocinera que se había quedado en su trabajo, siguiendo su costumbre de evitar visitas, pero la llamaremos. El Prelado le pregunta: <> Ella le contesta: <>. Mons. Kétteler, hondamente conmovido, no pudo decir nada. Pero cuando se hubieron marchado todas, dijo a la superiora: <> . En ocasiones la fidelidad al celibato sacerdotal significará el martirio, como sucedió a los 49 mártires claretianos de Barbastro, la mayoría de los cuales tenían entre 21 y 25 años ”. Ellos no son sólo un modelo de la fidelidad a Cristo hasta la muerte, prefiriendo morir antes que manchar la castidad prometida a Cristo, sino que son también nuestros intercesores, como decía san Agustín: “Nosotros los admiramos, y ellos se compadecen de nosotros. Les felicitamos y ellos interceden por nosotros” . Cristo ha confiado al cuidado del obispo la Iglesia particular, él no puede desmerecer la confianza que Cristo ha depositado en él (cf. Gn 39,9). Como dirá san Pablo: “Gracias doy al que me dio fuerzas, a Cristo Jesús, nuestro Señor, porque, habiéndome juzgado digno de confianza, me constituyó para el ministerio del apostolado” (1Tm 1,12). Además ¿cómo le puede ser infiel? si como san Policarpo puede decir: “Hace (tantos) años que le sirvo, y nunca no me ha hecho ningún mal, como quieres que blasfeme a mi rey, el que me ha salvado” . MARIA PILAR VILA GRIERA Inscrito en el registro de la propiedad intelectual de Barcelona (España) con el n. B-779-03 Siglas C. Camino de perfección de santa Teresa de Jesús Cant. Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz Ch D. Christus Dominus, Vaticano II. LAD. Lucha del alma con Dios, del beato Francisco Palau. LG. Lumen Gentium, Vaticano II. M. Libro de las Moradas de santa Teresa de Jesús MR. Mis Relaciones, del beato Francisco Palau. V. Vida de Teresa de Jesús VS. 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B-5411-03.